A vueltas con la educación, uno de esos temas ya olvidados por mucha tabarra que demos algunos, regresa esta semana a la palestra la tan cacareada EBAU: alumnos de toda España han vuelto a examinarse de la mayor “prueba de madurez” nacional reservada para el mes de junio. Y sí, digo “prueba de madurez” porque en eso deberían consistir muy en el fondo (un fondo sin mucha profundidad) los exámenes de lo que a pie de calle se conoce como Selectividad; al menos según el criterio de quien fuera diputado de la X Asamblea de Madrid, Ramón Espinar. Sucede que hace tan solo unos días, en esa red social otrora llamada Tuiter, el también exsenador madrileño afirmaba que los estudiantes de la educación privada, a diferencia de aquellos afincados en centros públicos, deberían demostrar ante el Ministerio de Educación una serie de competencias que sus compañeros del sistema público ya habrían manifestado  a sus profesores durante el bachillerato: razón de más ésta según parece para que los alumnos de la pública puedan ahorrarse demostrarlas, otra vez, en un examen que habilita cursar estudios universitarios. Lo dicho: para los estudiantes de la pública, bastaría con evaluar una “madurez” que nunca se define mientras que, para aquellos otros de la privada, acreditar la madurez no sería suficiente: “¡que demuestren, competencias mediante, si saben lo que dicen saber!

Con lo expuesto, es obvio suponer que la razón para tal distinción estaría señalando a unos padres que, habiendo pagado previamente ciertas tasas con el fin “educar” a sus retoños, comprarían la calificación final obtenida en el bachillerato. Y ojo, que un servidor no va negar que dentro del sector privado pudieran darse este tipo de tejemanejes destinados, en última instancia, a elevar el prestigio de un determinado centro (y con ello, la filiación de futuros clientes). Pero lo que no vamos a negar tampoco es que este tipo de “compra-venta de notas” también se realice a su manera dentro del sector público: si bien no a través de pellizcos pecuniarios sí mediante regalos carentes de contraprestación alguna. En cualquier caso, y alegando por ahora “en defensa” de los centros privados, podríamos decir que cada vez serían menos necesarias este tipo de corruptelas encubiertas bajo el coste de altas matrículas puesto que, dentro del sector educativo, sea ya público o privado, la realidad nos muestra una extrema relajación en los niveles de exigencia (salvo honrosas excepciones). Un hecho que, como puede adivinarse, hace totalmente absurdo pagar por aquello que ya no hace falta vender: el aprobado. Resumiendo, hete aquí un servidor que, habiendo trabajado tanto en la pública como en la privada, afirma con cierta rotundidad que el nivel es más que paupérrimo; bien sea en lo que a calidad docente se refiere (un mal que viene manifestándose con cada vez más descaro), bien sea para con las bases formativas mínimas que todo estudiante debería tener a fin de no ser un completo analfabeto funcional.

Pero regresando a las palabras del señor Espinar, cabría cuestionarse ahora no si los estudiantes de la privada merecen en exclusiva un examen enfocado en “competencias” (concedamos, signifiquen éstas lo que signifiquen) sino si los estudiantes de la pública necesitan tan solo un examen de “madurez” toda vez que, supuestamente y según Don Ramón, ya habrían “demostrado ante sus profesores las competencias necesarias” de las que carecen sus iguales del sector privado: ¿es que acaso los estudiantes de la educación pública no deberían igualmente haber demostrado en bachillerato esa “madurez” (signifique también esto lo que signifique) que buscaría testar la EBAU?. O en otras palabras, ¿es que se pueden adquirir ciertas competencias, asociadas a materias como matemáticas o filosofía, sin haber demostrado simultáneamente un cierto grado de madurez?, ¿qué sentido tendría entonces la dichosa EBAU salvo la de reevaluar una madurez que ya estaría, al igual que las competencias, corroborada por los docentes? Lo mejor en tal caso sería eliminar para los alumnos de la pública toda criba posterior al bachillerato, a fin de no reiterarnos en lo ya consabido y, de paso, ahorrar en papel por aquello de la ecología.

Como vemos, la cosa de la EBAU se torna cuanto menos absurda toda vez que tras su intento de desigualar, para igualar, lo previamente desigualado por la familiar (recuerden, tesis de Espinar) se obvia la necesidad de igualar en todas las Comunidades Autónomas, no las ya desiguales pruebas de acceso a la universidad, sino también el nivel de exigencia y contenidos que bien distinguen a día de hoy la formación recibida en función de la comunidad o la provincia en que resida cada cual. Porque este ocultado fenómeno ya no es un supuesto, sino un hecho fehaciente: la diferencia de nivel y contenidos (que puede oscilar entre un curso o curso y medio) permite hoy que un estudiante de Cuenca curse en bachillerato los contenidos que un alumno de Madrid ha recibido ya entre 4º y 3º de la E.S.O. En fin, que cualquiera diría que mediante un examen centrado en la “madurez” algunos estuvieran buscando tapar estas alarmantes diferencias dentro de la instrucción pública; diferencias que un examen común para toda España dejaría demasiado a la vista.

Tras esta diatriba véase que, una vez se saca del debate el parámetro del Estado, el pensamiento más indefinido del señor Espinar y compañía tiende a desviar el foco de atención de lo verdaderamente importante: que los alumnos de la pública, como también los de la privada, necesitan ser evaluados no de su madurez sino de “competencias” que deberán poner en uso en sus años venideros, a fin obviamente, de hacer viable un país que requiere de trabajadores medianamente cualificados. Porque si bien es cierto que los profesores de la pública tenemos ya una idea de las “competencias” adquiridas por nuestros estudiantes en el bachillerato, una prueba común a toda España no solo testea a nuestros adolescentes sino también, e indirectamente, a aquellos centros públicos y privados donde muchos docentes tienden a regalar (para evitar problemas de toda índole) unas notas que no se han conseguido en realidad; incluso con el ya mencionado escaso nivel exigido. De hecho, no por casualidad en muchas sedes de examen, se escuchan las quejas que los evaluadores EBAU dejan caer entre susurros al comprobar las enormes diferencias que un alto número de estudiantes muestran entre su nota de bachillerato (muy alta) y la obtenida en Selectividad (totalmente sonrojante)

Acabo: no crea el lector que un servidor detesta su labor aunque sí deteste, hasta el momento, el lugar de ocio y guardería en que se ha convertido el sector educativo. El pobre (o el “hijo del obrero”, por utilizar la terminología de los espinares de turno) que generalmente es abandonado en un instituto público necesita más exigencia si cabe que el más favorecido alumno de la privada. Por ello, evaluar no de “madurez” sino de las destrezas categoriales adquiridas, bajo el peligro de no obtener una nota que le dé acceso a la carrera deseada (condicionando con ello su futuro), es la mejor manera de enseñar que fuera de las aulas nadie tiene razones para sacarte las castañas del fuego; por mucho que el Estado deba brindar, eso sí, los mínimos necesarios para saber asarlas.

PD: No se vayan a creer tampoco que el tan manido argumento de las ratios saturadas es el ítem fundamental que influye en el escaso nivel formativo de nuestros mozos. ¿Influye? por supuesto, pero no como para llevarnos a impartir en secundaria lo que debería ya venir aprendido desde primaria (créanme, no es una exageración). Además, en la mayoría de los institutos españoles las ratios entran más o menos dentro de la normalidad. Por ello, si me preguntan por las causas de toda esta deriva denunciada hasta la náusea, se la puedo resumir en una palabra por aquello de no extenderme demasiado: psico-pedagogía.

 

Santiago Benito López