Martes. 30 de marzo de 2021. Coslada, Madrid. Y un grito de recibimiento: ¡Fuera la casta de nuestros barrios! La casta, ese término que tanto rentabilizó la formación política Unidas Podemos en sus inicios; y precisamente contra su líder, Pablo Iglesias Turrión, se dirigía dicho grito cuando se encontraba en el lugar con motivo de la campaña electoral que tendrá su culmen el 4 de mayo, tras su –¿cómo no?– mediática despedida de la vicepresidencia del Gobierno y del Parlamento nacional.

Al parecer el grito había sido proferido por dos hombres de ideología ultraderechista –aunque, como nuestros lectores sabrán, estos términos de derecha e izquierda y sus ultras son algo más que borrosos y confusos– en actitud poco amistosa. Pero el exvicepresidente –de ideología ultraizquierdista, dirían algunos– no se amilanó ni hizo oídos sordos, sino que en un acto de gallardía, propio de un político valiente y comprometido con su pueblo, cruzó la calle y se acercó, acompañado de sus guardaespaldas, a quienes ejercían su libertad de expresión de esa forma tan democráticamente poco amistosa para, a su vez, increparles. Quizá les dijera, como cuando anunció su candidatura, que la «derecha criminal» que ellos representaban no le daba miedo y por eso presentaba su candidatura. Por supuesto la escena fue convenientemente grabada –no podía ser de otra forma en nuestras democracias televisadas y rederizadas– y, como se suele decir, se ha hecho viral.

Pero al margen de los debates acerca de tal suceso y al margen de las teorías acerca de si fue una escena preparada o no, nosotros, en DENAES, queremos volver a poner el foco en un aspecto que cada vez es más acentuado y cada día contribuye más a horadar en la fractura nacional, a saber: la polarización social. Y es que sucesos tan mediáticos y hasta tan favorecedores electoralmente como el que acabamos de comentar cada día son más comunes. Por decirlo con el lenguaje de muchos ámbitos políticos y periodísticos: se va convirtiendo en la normalidad democrática. Tanto entre la población en la calle, como en éste caso, como entre los usuarios de redes sociales, así como entre periodistas y políticos, el encono, la increpación, la demonización chapucera, la sustitución de la argumentación por el insulto, la ridiculización mutua, en definitiva, la falta del más mínimo respeto entre los miembros de un partido u otro y sus votantes –porque se olvidan de que al insultar a un diputado elegido democráticamente están insultando también a quien les ha votado– es cada vez mayor. Y esto también es una forma de corrupción que, aunque pueda implicar ciertos beneficios electorales a corto plazo, a largo plazo resulta nefasto para la propia democracia de la que viven y para la nación que la sustenta. Porque cuanto más se debilite la nación sobre la que se sustenta la democracia peor será para esta. Todos vamos en un mismo barco, España, y si le vamos abriendo vías hasta hundirlo nos hundimos todos con él.

Entramos, pues, con esta polarización en un círculo vicioso en el que los partidos políticos y los candidatos que se presentan a las elecciones se encuentren en la necesidad –quizá debida a un estrecho margen de maniobra real– de destacar y diferenciarse de sus oponentes en todo lo posible, buscando hacer creer a sus votantes que ellos encarnan la mejor elección. De modo que sus oponentes deben representar la peor de las opciones posibles. El mal absoluto, a poder ser. Pero esto, en nuestras sociedades democráticas de hoy, televisadas y rederizadas como hemos dicho, seguramente implique una teatralidad creciente, para destacar, y una simplificación discursiva creciente, para poder llegar a cada vez más gente con fugaces eslóganes lo más comprensivos posibles. Lo que a su vez obligará a aquellos que concuerdan con unas opciones u otras a seguir esta lógica demonológica, maniquea, simplista y obscena que unos y otros fomentan. Enfrentando así cada vez más a los compatriotas e incluso a amigos y familias que, en lugar de tener sanas y normales diferencias de opinión, llegan a rupturas a veces irreparables. De modo que la comunicación entre ellos, entre familias, amistades y compatriotas en general, que es básica para cualquier nación, se rompe.

Y esto es terrible, porque impedir la comunicación entre compatriotas hace que dejen de ser compatriotas. Rompiendo esa comunicación, ya sea por la ruptura de la lengua común de dichos compatriotas –declarando la guerra al español desde algunas regiones, por ejemplo, o implantando una ley educativa que contemple que no se eduque a toda la nación en la misma lengua– o ya sea rompiendo la misma posibilidad de comunicación entre compatriotas debido al odio ideológico que se profesan, es posible llegar a la ruptura de la nación misma.

Por eso desde DENAES, siempre atentos a cualquier problema que pueda afectar a la unidad de la nación española, no podemos más que denunciar esta viciosa situación en la que la democracia española se encuentra, pidiendo a los partidos políticos y a sus candidatos que tomen conciencia de la necesidad de salvaguardar la unidad de la patria española por encima de sus intereses electorales y de sus –muy a menudo aparentes– diferencias. Y, a su vez, no queda más remedio que advertir sobre este peligro y pedir a todos los españoles que no caigan en este vicio maniqueo y polarizador que fragmenta poco a poco la nación española, recordando que todos somos españoles por encima de nuestras diferencias.

 

Emmanuel Martínez Alcocer