Hace poco releía El día que España derrotó a Inglaterra, del historiador y político colombiano Pablo Victoria, a quien tuve la suerte de conocer hace algunos años. En este fantástico trabajo, Victoria relata de forma novelada la gran derrota que sufrió Inglaterra en su intento de tomar Cartagena de Indias en 1741. Es en esa batalla cuando emerge para la historia la figura heroica de Blas de Lezo, el general de la Armada española que logra evitar que una fuerza muy superior se haga con una ciudad vital para los intereses de España. Pese a su épica y valiente gestión, Blas de Lezo moriría menos de tres meses después degradado, olvidado y empobrecido, víctima de las intrigas de su superior, el virrey Eslava, un personaje mediocre que, por encima de todo, no aceptó nunca que Lezo brillase con una luz más fuerte. El virrey procuró rodearse siempre de militares menos destacados, ya que quería que todo el reconocimiento y la gloria de la victoria española recayesen en él. Por esa misma razón calumnió y desprestigió a Blas de Lezo hasta hacerlo caer.

Hoy Blas de Lezo lo tendría aún más difícil, ya que tipos como el virrey Eslava se han apoderado de la política española, donde los principios de mérito y capacidad murieron hace mucho tiempo.

Como habrá lectores de menos de 30 años a los que esto del mérito y la capacidad aplicado a la política le suene a chino, les recuerdo que se trata de la exigencia general de seleccionar a los candidatos a ocupar cargos políticos y responsabilidades públicas valorando sus capacidades, méritos académicos y, sobre todo, profesionales (ya sabemos que la universidad no tiene hoy el prestigio que tenía antes). Como digo, ciencia ficción en la política española.

Actualmente, si alguien quiere ascender en el terreno político debe tener claro que lo más importante es reunir una combinación de lealtad/mediocridad. La realidad es que, en la mayoría de los casos, ascienden en política los que son leales/mediocres, no los que cuentan con una trayectoria brillante.

Aquí hago un inciso para explicar qué es esto de la lealtad/mediocridad en el campo político. Se trata, fundamentalmente, de una mezcla entre devoción al líder de turno, una moralidad de manga ancha que permita hacer la vista gorda cuando sea preciso y, como no, un nivel de mediocridad suficiente como para no suponer una amenaza para ningún cargo. Podemos verla en los palmeros que aplauden hasta desollarse las manos, pero también en quienes sirven de cobertura para negocios turbios o ejercen de tiburones para destruir a cualquier potencial rival. Una de estas personas jamás planteará propuestas brillantes, jamás tendrá el valor/capacidad para hacer ver a su líder que ha cometido un error o se atreverá a sugerirle cómo mejorar. No, los leales/mediocres mantendrán un perfil bajo, siempre detrás de su líder, dándole la razón en todo, incluso en aquellas cuestiones en las que esté equivocado.

Con estos equipos, ya pueden imaginarse, no sólo seremos incapaces de enfrentar con solvencia catástrofes o fenómenos imprevistos, sino que tampoco podremos subir con éxito al tren del futuro, que hoy más que nunca se basa en la inteligencia y la tecnología.

Como le sucedió a Blas de Lezo, la política actual conforma un sistema muy eficiente a la hora de desterrar a personas brillantes que quieran aportar su experiencia al servicio público. La agresividad de los mediocres/leales para defender su espacio político es brutal, y competir con ellos requiere de una capacidad digestiva a prueba de balas. Por tanto, no esperen que una persona con una profesión y una trayectoria consolidada se atreva a bajar a ese lodazal, salvo que sea un loco idealista que quiera hacerse el harakiri.

Ahora bien, usted puede subrayar en defensa de este modelo basado en la lealtad/mediocridad que las personas brillantes no suelen ser leales. Y yo creo que se equivoca. Un profesional brillante e inteligente puede ser leal tanto a un proyecto como a una persona. Eso sí, un buen líder debería valorar que su equipo tenga la decencia intelectual de hacerle ver sus errores y ayudarle a mejorar. Si no aprecia eso por sus inseguridades o miedos, entonces no es un buen líder. Y si prefiere a personas que no aporten, a mediocres, entonces tampoco es un buen gestor. ¿Acaso Blas de Lezo fue desleal al virrey Eslava o ambicionaba su puesto? No, en absoluto, Blas de Lezo solo quería que las cosas se hiciesen bien en un momento de grave crisis, donde el Imperio español corría el riesgo de caer en manos británicas.

Cambiar esto será casi imposible, sobre todo en provincias, donde la lejanía con los centros de mando genera un espacio idóneo para tejer estructuras de lealtad basadas en la mediocridad, sobre todo en el campo de asesores y cargos medios. ¿Qué se puede hacer? Ya se ha dicho que la solución pasa por establecer criterios propios de la gestión de recursos humanos para fiscalizar la entrada en política, aunque llevar esto a la práctica es muy complicado. Establecer una especie de veedores reales que garanticen las buenas prácticas es otra vía, pero solo funcionaría si existe una voluntad total de depurar, y eso no es habitual en política ya que crea enemigos.

Posiblemente, la única solución es la de promover un sector privado fuerte, con buenos empleos y salarios, de forma que estas personas mediocres no sientan la necesidad de entrar en política para ganar un jornal. Esta solución, obviamente, es una quimera en la España actual.

Como recoge el Cantar del Mío Cid, “Dios, qué buen vasallo si hubiera buen señor (al que servir)”. Por eso mismo, un líder político que se precie debe buscar siempre tener a los mejores a su lado, incluso aunque sean mejores que él (o ella). De los mejores se aprende, con los mejores se crece y se puede salir con éxito de los retos más complicados. Con los leales/mediocres se pueden pasar buenos ratos e intentar sobrevivir políticamente, aunque al final eso lleva a un callejón sin salida.

 

Ignacio Temiño