Hoy se viene aceptando, sin acuerdo ni criterio, la entrega de la realidad como si de una novela por entrega decimonónica se tratase. Se moldean los contenidos y las formas, la distribución y el lenguaje, así como los sujetos y los espacios para que siempre se comulguen (y se compren) unos principios absolutamente impuestos por unos y muy pocos. El éxito actual del pensamiento posmodernista que hoy impera ante nuestros jóvenes en España (y en todo el mundo) no radica en su continuidad, sino más bien, en la volatilidad de sus cambios. Con ello, se está dando en todo su esplendor una ‘desfamiliarización’ de lo que fuimos y de lo que somos, de lo que nos preocupa y de lo que verdaderamente necesitamos, de lo que realmente nos pertenece e incluso –y aún en más agravio– de lo que estamos llamados a ser y alcanzar el día de mañana.
‘Desfamiliarización’ es un término que se da a la palabra rusa ostranenie (literalmente, ‘convertir en extraño’). Este término proveniente de los formalistas rusos aparece por primera vez en el ensayo ‘Arte como dispositivo’ en 1917 de Victor Shklovsky, el cual defendía que el propósito esencial del arte –en nuestro caso ahora, la vendida realidad– radica en superar los mortíferos efectos de la costumbre. Para ello, se buscaba –y se busca– representar unos marcos de un modo insólito defendiendo y reivindicando tanto las distorsiones como las dislocaciones. Es decir, lo que viene siendo inmutable, inmóvil e irrefutable, se nos muestra hoy bajo un prisma distinto, poliédrico e inefablemente irregular para que concuerde y se consuma conforme a unos preceptos ya estimados y programados.
Esta es la aporía (de ἀπορία en Griego, literalmente ‘un camino sin camino’), que los jóvenes españoles afrontan hoy en su día a día y que de no disentir cuanto antes, se presentan ante la reflexión hamletiana de ‘ser o no ser’. Eso sí, de sucumbir ante ello, se terminará desembocando en aquello que escribió Samuel Beckett en 1959 en su obra y también protagonista ‘El innombrable’: “Parece que hablo, y no soy yo, que hablo de mí, y no es de mí. Estas pocas generalizaciones para empezar. ¿Cómo hacer, cómo voy a hacer, qué debo hacer, en la situación en que me hallo, cómo proceder?”. Toda una manta nihilista y desesperada que no encuentra ni rumbo, ni fijación, ni perdurabilidad ni conservación, ni unión ni criterio o razonamiento propio, ni personalidad, ni protección, ni esperanza y desde luego, ni muchos menos, ni amor ni fe.
Frente a ese (no) criterio de lo decisivo, frente a ese relativismo impuesto, hoy nuestros jóvenes españoles, a diferencia de todo el elenco –dramaturgo y real– del de toda nuestra historia, tienen más razones y herramientas que nunca para constatar que el conservadurismo y la verdad no prometen una vida cómoda (nunca fue lo contrario), pero sí la promesa de una victoria que está por llegar y que será eterna. Hoy nuestros jóvenes, los que tienen a la vida y a la patria como emblema, no son fruto del azar –ni siquiera de la evolución–, sino más bien del caos que se les ha buscado implantar y que como resultado, al contrario, se han visto en la urgente necesidad de reconocer que en sus más íntimas vocaciones, está la defensa y el orgullo de su historia, de sus valores así como de sus creencias.
A nuestros jóvenes se les ha dado ya la apertura y la presencia de unos debates antes inconcebiblemente cuestionables; se les ha dado –y diariamente se les da– un arte en general que, como arte que es, tiende a conservar y a ser conservador y se les ha dado una palabra, un mensaje patriótico que no entiende ni de tibiezas ni resignaciones, sino más bien de confianza, de lucha y de esperanza y como resultado, y como ya está escrito bajo la firmeza de quienes creen, ‘a quien se le dio mucho, se le reclamará mucho’. Por ello, cuando el ‘mundo’ dice que no, estos están teniendo la necesidad de reivindicar que la verdad y el conservadurismo que se necesita hoy ante la cultura de la negación debe presentar más bien, la cultura de la confirmación. Es decir, España cuenta hoy con unos jóvenes que, desde sus estudios y trabajos, dicen ‘sí’ a la vida, ‘sí’ la familia, ‘sí’ a una nación soberana, ‘sí’ a una Europa con los valores cristianos, ‘sí’ a la protección de la lengua española, ‘sí’ a su historia y ‘sí’ al legado que esta nos ha dejado. Y todo esto, no para ellos como objeto de su propia posesión, sino para quienes dejan su vida y su legado, así como para honrar a quienes le entregaron.
Hoy nuestros jóvenes españoles no ven la defensa de su patria, su historia y sus valores como un simple deseo o una postura ideológica, sino como una vocación que, stricto sensu, ha nacido –y nace– de su correlación con el tema de la escucha. Ante el nebuloso motu proprio ‘del mundo’, el cual desprestigia a la verdad a fuerza de obligarla a convivir con la mentira para que no se sepa dónde empieza el mal y dónde acaba el bien, hoy nuestros jóvenes han escuchado que existe ya una alternativa patriota y social desde el mundo político (pero también desde la cultura y lo social) que aunque la experiencia aún no les puede corroborar que los triunfos son inmediatos y tangibles, es evidente que siempre –a todos– nos cabe intentarlo una y otra vez, pues para ello no basta creer o albergar esperanza de que dicha tarea no es imposible, sino más bien, de trabajarla día a día. Esto es, lo que Kant llamaría la quintaesencia de nuestra libertad: ‘Debo, luego puedo.’.
Tal es así la llamada que nuestros jóvenes sienten por España y la defensa de sus valores que en su cotidianidad y en sus quehaceres luchan y celebran cada victoria y cada avance para nuestra tierra. Nuestros jóvenes reconocen que hay trabajo por hacer. Admitiéndolo, hacen conciencia de que existió y existe aún un recorrido que llevar a cabo; a veces duro, a veces de gloria. Muestran el deseo de seguir. Aceptan que a pesar de los contrapuntos, están llamados a perseverar y a defender lo que a todos se nos ha sido entregado, y existiendo, ponen de manifiesto que no están solos, sino que su unión –y la nuestra– es hoy nuestra mejor premisa, pero también hoy, su gran vocación.
Javier Santos Marroquín