Mientras nuestros vecinos delimitan y defienden sus espacios marítimos, España mira hacia otro lado. La pasividad estatal amenaza con hipotecar nuestro futuro territorial y económico”.

En pleno siglo XXI, el mundo se disputa no sólo la superficie terrestre, sino también el subsuelo marino. Los recursos naturales, en especial los geológicos —minerales estratégicos como telurio, cobalto o vanadio— se han convertido en objeto de deseo para potencias y estados costeros. Rusia coloca banderas en el fondo del Ártico; Estados Unidos fija su mirada en Groenlandia. Y, mientras tanto, ¿qué hace España? Prácticamente nada.

Nuestros vecinos más cercanos no han perdido el tiempo. Marruecos, Portugal, Francia, Argelia o Italia llevan años delimitando sus aguas territoriales y zonas económicas exclusivas (ZEE) conforme a la Convención de Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar (1982). Lo hacen mediante leyes, decretos y coordenadas precisas. Nosotros, sin embargo, ni siquiera hemos definido los límites marítimos de las capitanías de Ceuta, Melilla, Baleares o Canarias.

Portugal ha iniciado un ambicioso proyecto para ampliar su plataforma continental más allá de las 200 millas, lo que podría otorgarle una superficie marítima de hasta 3,8 millones de km², incluyendo las controvertidas Islas Salvajes.

Marruecos, por su parte, delimitó en 2020 sus aguas mediante legislación interna, invadiendo solapadamente el espacio marítimo de Canarias y apropiándose del Monte Tropic, una montaña submarina rica en minerales. Además, en 2021 otorgó licencias para piscifactorías en aguas cercanas a las islas Chafarinas y sus pesqueros llegan hasta la bocana del puerto de Ceuta sin respuesta efectiva de España.

Argelia trazó unilateralmente en 2018 una ZEE que llega hasta la Isla de Cabrera (Baleares), provocando protestas diplomáticas de España e Italia.

Francia delimitó incluso la lejanísima Isla de Clipperton en el Pacífico en 2010. Una isla deshabitada, pero valiosa por lo que representa y lo que puede albergar bajo sus aguas.

Y Gibraltar, todavía pendiente de descolonizar según la ONU, realiza una expansión de facto mediante patrulleras que embisten a embarcaciones españolas en la Bahía de Algeciras. La diplomacia de las cañoneras, versión siglo XXI.

Mientras todo esto sucede, España permanece inmóvil. No reacciona. No protesta. No actúa. El Estado no ha delimitado completamente sus espacios marítimos según el Derecho Internacional, ni responde ante los actos de terceros que afectan sus derechos legítimos.

En nuestro ordenamiento jurídico todavía pervive un acto de dignidad: la Ley 10/1977, de 4 de enero, cuya disposición adicional recuerda que España no reconoce aguas territoriales en Gibraltar más allá de lo pactado en el Tratado de Utrecht de 1713. Pero más allá de este gesto legal, falta voluntad política para defender lo que es nuestro.

Como advirtió el pensador Ramiro de Maeztu: “Ser es defenderse”. La inacción actual consolidará situaciones de hecho que, cuando queramos revertir, serán casi irreversibles. Hoy es Marruecos con el Monte Tropic; mañana podría ser la pérdida tácita de derechos sobre miles de kilómetros de aguas ricas en biodiversidad, pesca y minerales estratégicos.

España, la nación que lleva en su escudo las Columnas de Hércules como símbolo de haber dominado los mares, no puede permitirse enmudecer ante las agresiones o el expansionismo de otros. Defender nuestros intereses marítimos no es una cuestión de ideología, sino de Estado. De soberanía. De futuro.

 

David Romero  Díaz