Se diluye minuto a minuto el espejismo en el que hemos vivido estos últimos 40 años. Nos creímos libres, nos creímos iguales, qué estupidez. Hemos estado atrapados en una ilusión óptica que nos hacía pensar que extremeños, vascos, valencianos, catalanes y gallegos éramos iguales ante la ley. Nos hicieron creer –y nosotros nos dejamos- que todos los españoles gozábamos de los mismos derechos; incluso dimos por sentado que en todos los lugares de España cada uno era plenamente libre de expresarse como quería, incluso en el idioma que le daba la gana.

            Pero los espejismos, por duraderos que sean en el tiempo, no tienen otro destino que desaparecer dejando que la repugnante realidad se exhiba sin pudor alguno, incluso para los que se esfuerzan en mirar para otro lado.

            ¿Cuántas líneas llenas de admiración y papanatismo se escribieron sobre el oasis catalán? Durante años se miró hacia Cataluña con un paleto complejo de inferioridad, creyendo que los catalanes tenían un noséqué especial que creaba riqueza, que eran más cultos y avanzados, que eran realmente diferentes –mejores- al resto de España. Lo mismo podemos decir de los vascos. ¿En qué momento convencieron a toda una nación de que ellos poseen un hecho diferencial que les hace superiores? ¿Cómo es posible que hayan convencido a millones de españoles de que les debemos algo? Lograron que miles y miles de vascos abandonaran sus casas; en muchísimos casos para salvar su vida y, en otros, asfixiados por el miedo y la falta de libertad. Y casi todos callaron en nombre de la paz –la paz de los cementerios-.

            Desaparecidas las condiciones que hacían posible esta ilusión óptica, queda al aire, sin velo alguno que endulce su realidad, una Cataluña violenta, inculta y dividida por una herida que tardará generaciones en cicatrizar. De la misma forma que la podredumbre de la sociedad vasca se revela cuando contamos los escaños de los sanguinarios de Bildu y de los racistas recogenueces del PNV, cuando vemos los homenajes a etarras, cuando un pueblo entero sale a la calle a insultar a un partido de fuera que se atreve a hacer un acto público en su plaza. Todo estaba ahí, siempre ha estado ahí, soterrado. Sólo hacía falta un poco de lluvia para llevarse la arena que lo cubría dejando al descubierto el cadáver en descomposición, un cadáver enterrado a la vista de todos y sobre el que todos los políticos echaron su correspondiente palada de arena para que quedara bien tapado.

            No, no ha existido nunca el nacionalismo moderado, nunca hemos sido iguales. Desde el momento en que se dio un estatus especial a unas comunidades por ser estúpidamente calificadas como históricas, ya la igualdad se hizo imposible. ¿Acaso tienen los mismos derechos los ciudadanos cercanos al régimen –catalán o vasco- que aquellos que no lo son? El rodillo funciona de forma implacable sin que desde el gobierno central se atrevan – ni se hayan atrevido  jamás- a ponerle un pero, a aplicar las herramientas que la Constitución da.

            ¿Es ésta la España que queremos dejar a nuestros hijos? Lo que es peor, ¿quedará España para nuestros hijos? ¿Hay lugar para la esperanza? Posiblemente no mucha, pero de ninguna enfermedad se sale sin luchar y sin diagnóstico previo. Partiendo de este reconocimiento, es el momento de votar la opción que cada uno considere que más beneficia a España. Es necesario superar el marco mental autonómico y mirar el estado y la calidad de vida de los españoles de todas las regiones, donde no hay ni libertad ni igualdad. Ahí es donde la tan manida palabra solidaridad adquiere sentido. Seamos solidarios, solidarios con todos los españoles contra el nacionalismo.

Carmen Álvarez Vela