Mehdi Ben Barka (Años 50)

Marruecos vive, desde hace décadas, con una herida abierta: la de una revolución que nunca llegó a materializarse. El país permanece atrapado entre la fachada de modernidad y un sistema político que mantiene intactas las estructuras de un Estado feudal. El Majzén, ese entramado de poder donde convergen la monarquía, las élites económicas y los aparatos de seguridad, sigue siendo la maquinaria que controla férreamente el destino de millones de marroquíes.

Durante los años de Hassan II, la represión se convirtió en la norma. Décadas de mano dura y silenciamiento de cualquier disidencia construyeron un régimen que sofocó los sueños de emancipación. Su sucesor, Mohamed VI, no ha roto con esa herencia: bajo su reinado, la corrupción se ha institucionalizado, las desigualdades se han ampliado y el pueblo contempla cómo la riqueza nacional se concentra en un círculo cada vez más reducido mientras la miseria empuja a miles de jóvenes hacia el mar en busca de un futuro imposible.

Pero Marruecos no es un país inmóvil. Bajo la superficie, la presión social crece. Una clase media emergente, formada en universidades, conectada con el mundo y consciente de sus derechos, comienza a chocar con las limitaciones de un sistema que la condena a la precariedad. Esa misma clase media empieza a encontrar puntos de convergencia con la mayoría desfavorecida que sobrevive en barrios marginales, en pueblos sin servicios básicos, en una vida donde la única expectativa es emigrar o resignarse.

La chispa puede surgir en cualquier momento. Las recientes protestas muestran que la juventud marroquí ya no está dispuesta a aceptar el pacto implícito que mantenía al país en calma: obediencia a cambio de estabilidad. Hoy, la estabilidad es sinónimo de estancamiento, y la obediencia cada vez cuesta más.

El recuerdo de quienes, como Mehdi Ben Barka, soñaron con un Marruecos libre, justo y democrático, sigue vivo. Su voz, silenciada por la conjura entre servicios secretos extranjeros y marroquíes, dejó en suspenso una revolución que todavía palpita en el corazón de muchos. Una revolución que no depende únicamente de consignas ideológicas, sino de la unión entre la clase media en ascenso, los pobres sin futuro y, quizás, de un catalizador religioso que otorgue legitimidad popular a esa lucha.

Hoy Marruecos parece estar en la antesala de un cambio profundo. La pregunta ya no es si habrá un estallido, sino cuándo y con qué forma se manifestará. El modelo actual ha agotado su capacidad de sostener las expectativas de un pueblo que se siente traicionado. Y cuando los muros de contención cedan, el país puede girar de manera definitiva hacia una nueva forma de Estado, capaz de dar respuesta a las aspiraciones democráticas, sociales y culturales que llevan demasiado tiempo aplazadas.

Marruecos no puede seguir aplazando su revolución pendiente.

Juan Sergio Redondo Pacheco