El pasado 11 de febrero en la Basílica de San Pedro, Ciudad del Vaticano, en solemne ceremonia se elevó a los altares de la santidad , beata desde 2016, a María Antonia de Paz y Figueroa, nacida en 1730 en Santiago del Estero, Gobernación de Córdoba del Tucumán, integrante del Virreinato del Perú, hoy provincia del norte argentino, por entonces parte del Imperio Español que abarcaba desde América del Norte, Central, hasta los confines de Sudamérica.
Nacida y bautizada como María Antonia, era hija de don Francisco Solano de Paz y Figueroa y nieta del brigadier español don Juan José de Paz y Figueroa. Su familia era una de las más notables de la ciudad y estaba emparentada con los principales linajes criollos, españoles americanos del lugar. Por su sangre corría, algo que siempre sintió con orgullo, la de ilustres conquistadores españoles como don Diego de Villarroel, fundador de la ciudad de San Miguel del Tucumán y de don Gerónimo Luis de Cabrera, fundador de la ciudad de Córdoba de la Nueva Andalucía, que con el tiempo cobijaría a la primera Universidad del Rio de la Plata, fundada por los padres jesuitas de la Compañía de Jesús, que establecieron además templos, misiones, estancias y encomiendas, al igual que en otros puntos del territorio del imperio, pero que haría de Córdoba un centro de irradiación cultural, de allí que se ganara la denominación de «Córdoba la Docta»..
María Antonia se crio en ese ambiente de sectores elevados de su Santiago natal, conociendo el ámbito rural donde su padre poseía una encomienda en Silípica, de allí que la futura santa  se relacionara con los indígenas locales, llegando a conocer sus costumbres y su lengua el quechua-
Desde muy joven, a los 15 años sintió, en el clima religioso familiar y epocal, el llamado a servir a Dios y a la Fe. Educada por los jesuitas, que habían arribado a Santiago del Estero en 1585 desde el Perú, en su incansable misión evangelizadora, al igual que otras órdenes como los franciscanos, dominicos y mercedarios.. Los padres y hermanos de la Compañía construyeron su Iglesia, sus misiones y pusieron en práctica los Ejercicios Espirituales ideados por el fundador de la Orden, San Ignacio de Loyola, que impartían a todos los sectores sociales en las llamadas «tandas», a lo largo de un mes: peninsulares, criollos, indígenas, mestizos, pardos, negros, tanto habitantes de la ciudad como de la campaña. Hombres y mujeres acudieron a ellos en busca de su sanación espiritual y su encuentro con Dios. Para poder contar con ayuda para las innumerables tareas de alojamiento, comida y asistencia, los jesuitas instituyeron el «Beaterio», a donde acudían  laicas de toda condición social, consagradas con vocación, profesando votos de castidad y pobreza. No podían ser consideradas monjas, ni propiamente religiosas, ni terciarias jesuitas, pero por su labor evangelizadora en la Casa de Ejercicios establecieron una estrecha relación con la Compañía. Se ocupaban en la preparación de alimentos y de la limpieza, como asimismo en colaborar con los padres en la atención de enfermos y de alimentar a los menesterosos.
María Antonia ingresó al Beaterío bajo la dirección espiritual del padre Ventura Peralta, agregando a su nombre el del «señor San José», debido a la admiración que sentía por el padre de Jesús, y recibió la sotana negra de la Orden de San Ignacio, que la vestiría hasta su muerte.
Durante años, la ya beata Antonia trabajaría con los padres en la organización de los ejercicios, en particular los destinados a las mujeres, haciéndose conocer y manteniendo contacto con todos los sectores sociales de aquella tierra santiagueña. En dicho período, ganará la confianza y concretará una estrecha amistad con el jesuita Gaspar Juárez, coprovinciano, quien será , entre otros, un referente de Antonia en Europa, cuando  este religioso resida en Roma, luego de la expulsión de la Orden.
Será en 1767, cuando la Compañía de Jesús por Real Orden del monarca español Carlos III, no sin un largo accionar de sectores de la masonería europea y de los ascendientes «ilustrados», determinó «extrañar de todos sus dominios de España, Indias y Filipinas a los religiosos de la Compañía de Jesús». Tal hecho, fue conmocionante en toda la América Hispana, donde sus propiedades fueron tomadas por el poder secular, entregadas en el mejor de los casos a otras órdenes religiosas o simplemente abandonadas a su suerte y al deterioro. Muchos hispanistas de renombre, incluido don Ramiro de Maeztu reconocen que este suceso trágico daño mucho en América la imagen de la monarquía borbónica.
María Antonia sufrió mucho con el destierro y partida de los jesuitas, pero asumió su destino de ser la continuadora de su acción evangelizadora, levantó la antorcha y comenzó su inagotable trajinar para que los Santos Ejercicios se continuaran  practicando; así se convirtió en una infatigable y andariega misionera,La Piedad Beata mausoleo.jpg contando con el apoyo de otras beatas que la siguieron y muchos sacerdotes y frailes de otras órdenes, De allí inició su recorrido por el Camino Real y senderos su visita a Jujuy, Salta, Tucumán, Catamarca y La Rioja, promoviendo los Ejercicios ignacianos, para llegar luego a Córdoba, que había sido un centro radial de los jesuitas como ya mencionamos. En la Docta contó con muchos apoyos, entre otros, de Ambrosio Funes, figura de relevancia social, al igual que su hermano, el futuro Dean Gregorio Funes, que tenían afectos compartidos por la Orden de San Ignacio. En Córdoba se produjo una conmoción por la afluencia de gente a la práctica de los ejercicios, recibiendo donaciones para los alimentos, dispensario, obtención de catres y camas para los que acudían al retiro por ella convocado.
En 1776, se crea el Virreinato del Río de la Plata, con capital en esa gran aldea que constituía Buenos Aires, con un sentido estratégico de tener  una sede del poder virreinal que estuviera atento a defender el expansionismo portugués, quedando así dividido e independiente del virreinato de Perú. El nuevo virreinato comprendía los territorios que hoy son el Alto Perú (Bolivia), el Paraguay, la Argentina y la Banda Oriental (Uruguay). A esta nueva sede del poder apuntó su mirada María Antonia deduciendo que, siendo los ojos y oídos de los jesuitas «expulsos», no haya recibido alguna indicación, inferimos, de sus amigos en Europa. Sorteando obstáculos y peligros, se lanzó a recorrer descalza, como siempre lo había hecho, más de 140 leguas  para llegar a la porteña ciudad. Se calcula que en todo su peregrinaje por los caminos del territorio del Imperio, la beata superó los 5.000 km, en su misionar de caminante.
Arribada a Buenos Aires, que sería su asentamiento definitivo hasta su muerte, salvo dos años que obtuvo los permisos para cruzar a la Banda Oriental y promover los Ejercicios en Colonia del Sacramento y en Montevideo, donde dejó establecida una comunidad de beatas para que siguieran con su mandato, no le fue fácil  vencer primero la resistencia del obispo Monseñor Sebastián Malvar y Pinto que asumió en 1779 y luego la del propio virrey Juan José de Vértiz, un manifiesto anti jesuita. El obispo Malvar fue el que después de ignorarla se convirtió en su principal patrocinador al ver su vocación espiritual y el éxito de las convocatorias de María Antonia  para la práctica de los retiros y los Ejercicios, aceptados con gozo por todos los estratos de la sociedad  de la ahora capital virreinal. Tal habían sido las vicisitudes y desplantes que había tenido que soportar con santa paciencia la beata en un primer momento que el propio obispo Malvar se lo relató en carta al Papa en 1784, siguiendo con un reconocimiento encendido por la labor espiritual de la «jesuita» santiagueña, tal como lo relata Alfredo Sáenz en su biografía de la beata. Es más, años después, al ser designado el obispo Malvar para ocupar la sede obispal en Santiago de Compostela, le ofreció a María Antonia que lo acompañara a España para continuar allí su tarea espiritual. De la misma manera sucedió con el poder temporal, ya que el virrey Vértiz que no la recibió durante meses, terminó por darle audiencia y aprobar su petición para poner en práctica sus Ejercicios. 
A María Antonia lo único que le preocupaba era que los Ejercicios fueran netamente ignacianos y que no se desvirtuara la esencia del espíritu con que San Ignacio los había creado. Para ello contó con la colaboración de muchos sacerdotes, entre otros, el benedictino Diego Toro y los dominicos José Arredondo y Jordán Perdriel. Este último pronunciará la oración fúnebre al morir María Antonia.
Su copiosa correspondencia, en especial con Ambrosio Funes y con el jesuita santiagueño exiliado en Roma, Gaspar Juárez, eran traducidas en Europa por los sacerdotes al francés, inglés, alemán, italiano, ruso y latín, llegando la emperatriz Catalina de Rusia, que había dado acogida a los jesuitas, a ser una devota lectora de sus cartas y pensamientos. Inclusive el padre Sáenz nos comenta que en Francia «se reformaron varios conventos sólo con la lectura de sus cartas. Sabemos, asimismo, que las leía asidua y fervorosamente Madame Louise Therese, priora de las Carmelitas de Saint-Denis y tía de Luis XVI». 
Pedro Luis Barcia , ex-presidente de la Academia Nacional de Letras de la Argentina la  considera la primera escritora argentina, definiendo a su epistolario como un tesoro literario (*).
Su vocación y admiración por el fundador de la Orden y su obra siempre estuvo presente y jamás lo ocultó, logrando que en 1785 se celebrara una santa misa, la primera desde la expulsión de los jesuitas, para conmemorar la fiesta del 31 de julio de San Ignacio, en la Iglesia de Santo Domingo.
En sus cartas, incluidas las destinadas al virrey, las firmaba con el agregado «Beata Profesa de la Compañía de Jesús». En su fuero más íntimo, como tantos otros, anhelaba el regreso de los «militares», es decir,  de los sacerdotes de la Compañía y ésta misma a los territorios de Hispanoamérica, algo que sucedería años más tarde.. En su ensayo sobre la vida de la beata, Sáenz sostiene que en premio de tantos méritos, el Vicario General de la Compañía sobreviviente en Rusia, el padre Gabriel Lenkiewicz, le concedió en 1787 la Carta de Hermandad de la Orden: «A María Antonia de San José se os concede por este escrito que puedas participar, como si fueras jesuita, de todas las gracias, sacrificios, oraciones, ayunos, mortificaciones, y de los méritos de todas las obras buenas, que se hacen en toda la universal Compañía de Jesús. Y por esta Santa Hermandad, podéis vivir y morir y ser enterrada con la sotana de la Compañía, como deseabas…»
Su gran sueño lo concretará en la construcción de la Santa Casa de Ejercicios, en tres terrenos donados para ese único fin, dotándola de salones, capilla, dormitorios, enfermería, despensa, cocinas, comedores, que diera capacidad a cientos de ejercitantes y personal de servicio. Con dos amplios patios, aljibe, constituye un bellísimo solar de la época virreinal, hoy monumento histórico nacional, pero que continúa con su objetivo fundacional, a cargo de las Hijas del Divino Salvador. María Antonia pudo ver en vida concretado gran parte de ese precioso y austero solar de religiosidad. y gran valor patrimonial.
Su vida se extendió en la divulgación y práctica de los retiros con los Santos Ejercicios, la atención de pobres y enfermos, y la visita a las cárceles,  tanto de mujeres como de hombres, llevando sosiego a las almas de los detenidos. Una existencia de vocación y santidad que hoy recordamos.
María Antonia de Paz y Figueroa murió a los 69 años un 7 de marzo de 1799, siendo enterrada en el camposanto de la entonces Capilla de Nuestra Señora de la Piedad , que fue la primera iglesia que visitó al llegar caminando a Buenos Aires, postrándose ante la imagen de la Virgen Dolorosa, cumpliéndose su voluntad de ser enterrada con su hábito jesuita. Al ser demolida la capilla para construirse la Iglesia de Nuestra Señora de la Piedad del Monte Calvario, su cuerpo fue trasladado al actual sepulcro, inaugurado en 1913, donde destaca una escultura de ella, construida en mármol, que fuera encargada a Génova, por el canónigo Monseñor Marcos Ezcurra, donde luce la toca monjil, capa jesuita, cruz-báculo misionera y en la mano el libro de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola, tal como lo describe el arqueógrafo Dr. Oscar De Massi en su magnífico libro  sobre la Iglesia de La Piedad. Dicha imagen fue tomada como modelo del único retrato de la beata en vida, pintado por Salas, apodado «el madrileño», del cual hiciera otro retrato en 1861 el pintor  García del Molino.
Su fisonomía era armoniosa, de una altura de 1,80, erguida y delgada, rostro ovalado, de tez blanca, ojos expresivos de color azul-verdoso con finas manos de estilizados dedos. Envuelta en su sotana y capa jesuita, debería llamar la atención por donde se hiciera ver.
Su santificación constituye que es la primera santa argentina, siendo el primer santo San Héctor Valdivieso Sanz, hermano lasallista de padres españoles y mártir asesinado en Asturias durante la revolución en 1934, a cuya lista sumamos al Santo Cura Brochero. Pero María Antonia de Paz y Figueroa nació, misionó y murió en tiempos donde estas tierras formaban parte del Imperio Español, algo que sucede con San Fray Junípero Serra, Santa Rosa de Lima y San Martín de Porres, entre tantos otros. Es decir que son hijos de la conquista española y la evangelización de América, cuyo legado más preciado es lo que denominamos la Hispanidad, esa resultante del mestizaje cultural y de sangre que produjo un hecho único en la historia de la Humanidad, surgida desde 1492, a instancias y con la impronta de esa gran reina y humanista que fue Isabel la Católica, y que hoy nos identifica como tales a ambos lados del Atlántico. Por ello no nos equivocamos al sostener que Santa María Antonia de San José es tan santiagueña, argentina, española e hispanoamericana, lo que le brinda una mayor trascendencia universal.
 
(*) La casi totalidad de las cartas de María Antonia de San José se encuentran en los Archivos Vaticanos.
 
Nota: En la Santa Casa de Ejercicios de Buenos Aires se encuentran las reliquias de María Antonia: El báculo en forma de cruz misionera; el Manuelito (por el evangélico Emmanuel) como ella lo llamaba, que es un crucifijo pequeño donde reposa un Niño Jesús dormido, que ella usó con un cordón al cuello y un altar de madera de jacarandá con incrustaciones de nácar y adornos de oro y plata que le fuera obsequiado a la beata por el virrey del Perú y su señora, Don Manuel de Guirior.
 
Bibliografía: 
+ DE MASSI, Oscar; «LA IGLESIA DE NUESTRA SEÑORA DE LA PIEDAD DEL MONTE CALVARIO»; Agape Libros; Buenos Aires, 2020
+ SAENZ, Alfredo; » BEATA MARÍA ANTONIA DE SAN JOSÉ»; Gladius; Buenos Aires, 2016.
 
Por Ignacio F. Bracht
Miembro de Número de la Academia Argentina de la Historia