Hungría ha tenido la osadía que casi ningún gobierno europeo se concede: decir “no” a Bruselas cuando ese “no” protege a su pueblo. Un país sin imperio, sin moneda fuerte y sin gran potencia industrial ha decidido que la soberanía no vive en los libros de historia, sino en la gestión diaria del Estado. España, en cambio, se acomoda en un papel de protectorado obediente, pendiente del gesto de la Comisión Europea antes que de las necesidades de los españoles.
La vía húngara no nace del capricho de un líder díscolo, sino de una línea política sencilla y brutal: primero la nación, después los tratados. El Gobierno de Budapest lo ha demostrado en cuatro frentes decisivos que se sostienen unos a otros: la frontera, la demografía, el poder cultural y la resistencia ante las élites globalistas. Mientras en casi toda Europa la frontera se ha convertido en un trámite administrativo, Hungría levanta vallas, despliega policías y soldados y lanza un mensaje que no admite matices: entra quien el Estado autoriza, no quien derriba la puerta.
Esa decisión convierte la inmigración ilegal masiva en lo que siempre ha sido, una opción política. Hungría se niega a actuar como corredor de tránsito para mafias y ONG subvencionadas, se planta y asume el coste. España escoge el camino contrario: entrega sus costas como entrada estable, convierte barrios enteros en laboratorio social y transforma sus propias leyes en alfombra para quien desprecia nuestras normas y costumbres. El mapa es el mismo, el continente es el mismo; la diferencia no la marca la geografía, la marca el coraje.
El segundo pilar húngaro se llama demografía. El Gobierno húngaro entiende algo que cualquier campesino habría explicado sin necesidad de informes: sin hijos propios, la nación se apaga. Por eso premia a las familias, reduce la carga fiscal de las madres con varios hijos, facilita el acceso a la vivienda y trata la maternidad como bien común, no como problema privado. En España, el Estado sube impuestos, encarece la vivienda, dificulta formar un hogar y después finge sorpresa cuando el país envejece y la pirámide demográfica se hunde. Luego llegan los tecnócratas y dictan la consigna salvadora “necesitamos inmigración para pagar las pensiones”. La sustitución demográfica se presenta entonces como solución neutral, inevitable y científica.
Hungría también se enfrenta a las estructuras que moldean la opinión y fabrican élites. Pone coto a las ONG financiadas desde el exterior y recuerda que el Estado conserva el derecho a decidir qué proyecto cultural financia, protege o frena. No abole la libertad de cátedra pero se niega a entregar la formación de sus élites a redes que responden a otra agenda. España, por el contrario, alimenta con dinero público fundaciones, chiringuitos y campus que repiten con disciplina el catecismo globalista mientras el Estado se limita a pasar la tarjeta y mirar a otro lado.
Lo que más irrita a las élites comunitarias es que Hungría trata a Bruselas como un interlocutor político no como un santuario. Discute cuotas de inmigración, cuestiona políticas, busca aliados, regatea cada concesión y entra a negociar con la idea clara de que representa a una nación y no a una delegación comercial. No confunde la Unión Europea con una fe ni sus reglamentos con tablas sagradas. España firma primero, pregunta después y, cuando un acuerdo golpea de lleno al campo, a la industria o a la energía, se refugia en la excusa perfecta: “Europa lo exige”.
La pregunta inevitable surge aquí: ¿puede España seguir la vía húngara? No se trata de copiar al detalle un modelo ajeno. España tiene más peso histórico, mayor población, una lengua universal y una posición estratégica que muchos envidian. Precisamente por eso la renuncia duele más y resulta más vergonzosa. Una vía española de soberanía exigiría, como mínimo, cuatro decisiones de fondo: blindar las fronteras, impulsar una revolución demográfica propia, recuperar capacidad real de decisión económica y sanear un Estado corroído.
Blindar la frontera no significa cerrar los ojos al sufrimiento ajeno, sino dejar de confundir solidaridad con puertas abiertas. Supone reformar la Ley de Extranjería para que la entrada ilegal tenga consecuencias rápidas y claras, reforzar el control físico y tecnológico de las fronteras, ligar los acuerdos con terceros países a resultados medibles y cerrar el grifo del mensaje de “papeles para todos” que corre por África. Un país que no controla sus fronteras no se puede considerar soberano.
La revolución demográfica española exige un vuelco en las prioridades con menos subvención ideológica y más apoyo directo a quienes sostienen el futuro del país. Rebaja radical del IRPF a las familias con hijos, acceso preferente y real a la vivienda, ayudas ligadas al nacimiento y a la crianza, una cultura pública que honre la paternidad y la maternidad como servicio a la comunidad nacional. No se trata de adornar sermones sobre la familia, sino de invertir en la supervivencia del país. Sin niños propios, la patria se convierte en solar disponible.
Nada de esto tendrá peso si no acompaña una reforma seria del Estado. Hay que cortar la administración paralela, reducir la red de cargos de confianza, endurecer las penas por corrupción y blindar los órganos de control para que dejen de funcionar como consejo de administración de los partidos. El Estado debe volver a ser herramienta de la nación, no refugio de partidos y empresas amigas. Mientras la máquina pública se reparta como botín, toda apelación a la soberanía sonará a consigna vacía.
Al final, todo se resume en una disyuntiva que ya no admite maquillaje: o España recupera el mando sobre sus fronteras, sus familias, su economía y su Estado, o se disuelve como un país agotado, entre banderas de plástico, autonomías de opereta y letanías sobre una Europa que ya no cree ni en sí misma. Hungría ha demostrado que quien resiste, vence.
Pablo Pérez Merino
