Aunque quizá ya no se recuerde, dado que vivimos en un absorbente presente continuo, el 24 de junio de 2022 se registró uno de los episodios más graves en la historia de la frontera española, debido a que cientos de inmigrantes subsaharianos intentaron cruzar desde Marruecos hacia la ciudad española de Melilla. Y trataron de hacerlo en un punto conocido como el paso del Barrio Chino. El resultado de ello fue una gran violencia, muertes (al menos 23), desapariciones y una ambigüedad de responsabilidades que revela mucho más que una simple tragedia inmigratoria. Fue, en esencia, un capítulo de geopolítica aplicada al control migratorio.

Semanas antes del 24 de junio, en la región de Nador, en Marruecos, se observó un fenómeno aparentemente inusitado: grupos de inmigrantes –mayoritariamente de países del África subsahariana (como Sudán o Chad)– se concentraron en el monte Gurugú, en los alrededores de Nador. Esa concentración no fue dispersada por las autoridades marroquíes, lo que algunos análisis interpretan como parte de una estrategia deliberada de Marruecos para generar un escenario de presión inmigratoria que pudiera utilizar, en propio provecho, política, económica y diplomáticamente. Los estudios de la ONG Amnistía Internacional y de Border Forensics apuntan a que, lejos de actuar como mero mantenimiento del orden, la tolerancia a esa acumulación formó parte del diseño de una jugada de control fronterizo.

De este modo, desde ese lugar de espera, los grupos de inmigrantes fueron dirigidos o inducidos a desplazarse simultáneamente al área del Barrio Chino. Ese pasaje, que funciona como un embudo fronterizo con tornos, puertas metálicas y vigilancia combinada marroquí-española, ofrecía condiciones muy adversas para cualquier intento masivo de cruce: espacios reducidos, control de acceso, posibles cargas de los agentes fronterizos y un claro carácter de contención. Al concentrar allí a los inmigrantes, la dinámica no era tanto un «asalto espontáneo» como parte de un engranaje operativo. Marruecos demostraba que podía pulsar el botón de crisis cuando el momento diplomático lo exigiera.

En la madrugada de ese día, unas 2.000 personas intentaron cruzar la valla fronteriza. Sólo 134 lograron entrar en la zona española, produciéndose al menos 23 muertes oficiales según Marruecos. Otras fuentes independientes elevan el número a al menos 37 muertos y sitúan los desaparecidos en 70 o más. Y como hemos dicho, el lugar del despliegue inmigratorio fue el paso del Barrio Chino, donde la interacción entre agentes marroquíes y españoles, abrumados ante el asalto, generó un bloque cerrado: los inmigrantes quedaron atrapados y apelotonado en patios cercados, y además se usaron gases lacrimógenos, pelotas de goma y hubo cargas. De ahí que algunos cuerpos de los fallecidos muestren signos de asfixia mecánica, aglomeración y uso de fuerza.

Tras la avalancha y el control del perímetro, las autoridades españolas realizaron 470 devoluciones en caliente de personas que habían alcanzado zona bajo control español, sin trámite de asilo ni identificación detallada, lo cual –aunque algo necesario– fue objeto de crítica por parte del Defensor del Pueblo. Pero a pesar de dicha crítica la Fiscalía española cerró la investigación criminal en diciembre de 2022, exonerando a las Fuerzas de Seguridad españolas, estableciendo que las muertes se produjeron en territorio marroquí y sin que los agentes españoles fueran conscientes del riesgo en que derivó la tragedia.

Si bien, lo crucial que queremos señalar está en la interpretación geopolítica de estos hechos, ya que la misma gira en torno a la instrumentalización marroquí de los flujos migratorios como herramienta de guerra híbrida, presión y negociación. Ya en mayo de 2021, cuando miles de personas cruzaron la frontera de Ceuta al aflojar el control marroquí, quedó claro que Rabat dispone de la capacidad de modular la presión migratoria como elemento de influencia. En ese contexto, los sucesos del 24 de julio en Melilla pueden leerse como una continuación del mismo mensaje: Marruecos muestra que no sólo puede abrir los flujos, sino también actuar con contundencia cuando conviene.

Y por la respuesta de la Unión Europea, el funcionamiento parece claro: quien detenga los flujos migratorios, merece financiación y reconocimiento. Aunque sea acumulando muertos. En ese marco, Marruecos ha logrado posicionarse como socio preferente de la Unión Europea para el control de la frontera sur. Y Melilla vino a consolidar ese papel. Al permitir que la acumulación de inmigrantes se produjera, al no intervenir a tiempo en Gurugú, al canalizar a los migrantes hacia un punto de máxima vulnerabilidad y luego desplegar su respuesta represiva causando docenas de muertos, Marruecos demostró que tiene el mando del cronómetro inmigratorio. Pero es que desde la parte española el contexto diplomático también es clave. En marzo de 2022 el Gobierno de España, con Pedro Sánchez a la cabeza, cambió de posición en la cuestión del Sáhara Occidental y apoyó el plan de autonomía marroquí, lo que fue interpretado como un giro significativo hacia el reino alauí. Pero ese nuevo marco de relaciones situó a España en una posición de cooperación estrecha con Marruecos, con intercambio de información, asistencia técnica y apoyo en materia de migración. Lo que rebajó aún más su posición y llevó incluso a conflictos con un país clave también para España como es Argelia.

La tragedia de Melilla se produce con ese telón de fondo: España no cuestiona la actuación marroquí, realiza las devoluciones sumarias, declara su gratitud por la «colaboración» de las fuerzas de seguridad marroquíes, y no abre una investigación independiente con efecto. La Fiscalía archiva la causa y Madrid pasa página. Desde el análisis geopolítico, lo que ocurre no es mera dejación, sino ceder soberanía operativa al vecino que, en buena medida, mantiene la frontera por nosotros. O dicho de otro modo: lo que hizo España es ceder el control de esa frontera a Marruecos.

La actuación de la UE, como decíamos, completa el triángulo. Con los acuerdos de 2022 a 2023, la UE aumentó el envío de fondos a Marruecos para la «lucha contra la inmigración irregular» mediante alianzas externas. En este esquema, Melilla sirve de caso paradigmático: Marruecos provocó y contuvo un intento masivo de cruce, España evitó admitir responsabilidad, y Bruselas validó el resultado con financiación y reconocimiento de la «cooperación» bilateral. En definitiva, se materializa una lógica de «externalización» del control fronterizo, dado que su gestión queda desplazada del terreno europeo, y en concreto español, hacia un tercer país: Marruecos, que actúa como ejecutor interesado de la contención.

Desde la perspectiva de la geopolítica de fronteras, las implicaciones de los sucesos del 24 de julio son múltiples. En primer lugar Marruecos consiguió reforzar su posición negociadora. Mostró que posee capacidad de control y, por tanto, de costear su papel como aliado de la UE. En segundo lugar, para España también tuvo consecuencias importantes, ya que redujo su margen de maniobra. Su frontera sigue siendo controlada en gran medida desde Rabat, con lo que su papel se vuelve secundario; el coste reputacional aumenta. España se coloca en el bando de la subordinación, no de la dirección estratégica. Y en tercer lugar también implicaron esos sucesos consecuencias para la UE, ya que con esto se consolidó un modelo que ya se venía planteando: pagar a terceros para que hagan el trabajo sucio de contención. Aunque esa externalización conlleve una menor transparencia (cuestión que a los dirigentes europeos importa más bien poco), un menor interés por el derecho internacional (cosa que tampoco preocupa demasiado) y un debilitamiento de la soberanía de países miembro como España (lo que favorece a la UE y sus planes de disolución de las soberanías nacionales).

Pero, además, la tragedia de la valla de Melilla permite mostrar a su vez que las fronteras no son sólo líneas de control, porque son también instrumentos diplomáticos, piezas de negociación entre Estados y objeto de reparto de responsabilidades y recursos. El intento de cruce, la avalancha de inmigrantes, la muerte de decenas de personas, no son únicamente un fallo o un accidente, sino una consecuencia del sistema mismo. Al menos cuando este se basa en una cesión del control fronterizo a terceros, para que estos terceros puedan legitimar su necesidad como tales guardianes provocando los incentivos para ello. Como sucede con todas esas espurias asociaciones que viven de las mujeres maltratadas, del hambre en el mundo o de los inmigrantes, que procurarán que su objetivo no se cumpla nunca para poder seguir viviendo de él.

Así pues, el trágico episodio de junio de 2022 no fue un evento aislado. Fue la resultante de un proceso político y diplomático entre España y Marruecos, en el enmarque más amplio de la Unión Europea. Marruecos permitió la acumulación de inmigrantes en el Gurugú, los empujó hacia un paso diseñado para contenerlos, ejecutó una respuesta contundente y recibió la recompensa diplomática y financiera. España, en plena «reconciliación» con Rabat, guardó silencio, aceptó las devoluciones sumarias y cedió parte de su soberanía operativa. Europa, en definitiva, externalizó la coerción, diluyó la responsabilidad y validó el resultado. Desde nuestra perspectiva, con la mirada puesta en la soberanía, las fronteras y la integridad española, el suceso de Melilla debería entenderse como lo que es: una derrota geopolítica de España y, al mismo tiempo, una victoria estratégica de Marruecos. Y como tal, exige una revisión de conceptos: ¿quién controla la frontera? ¿quién decide cuándo se abre y se cierra? ¿qué papel juegan los Estados europeos cuando delegan su frontera a terceros? El coste no sólo es humano –ya que esos inmigrantes pagaron con su vida los intereses marroquíes– sino soberano, político y estratégico. Aquí cabe preguntarse no sólo qué pasó, sino quién ganó y qué perdimos. Y, sobre todo, si seguiremos permitiéndolo.

Emmanuel Martínez Alcocer