Los marxistas hemos aprendido una cosa fundamental de nuestro maestro. Más que la ley de la plusvalía, que rige en nuestro modo de producción capitalista; más que entender que la historia es la historia de la lucha de clases; más que la tendencia general al descenso de la tasa de ganancia; más que todo eso, lo que hemos aprendido es a no ser marxistas, como el propio Marx decía (“yo no soy marxista”). Es decir, a no ser dogmáticos.

            Nietzsche, el filósofo que sustituyó la idea de verdad, en la que se basa nuestra civilización, por la de creación libre, por la del entusiasmo vital, diagnosticó en el movimiento anarquista y socialista (posiblemente Nietzsche tampoco leyó a Marx) un resentimiento que era consecuencia de su impotencia. Los izquierdistas, decía Nietzsche, eran gente incapaz de crear algo, y esa impotencia se reflejaba en su resentimiento.

            El hombre libre, el que es capaz de crear cosas positivas, es aquel que no se lamenta, porque, como decía el filósofo Spinoza, el que se arrepiente es doblemente miserable: por su acto vergonzoso y por su impotencia de no asumir sus hechos. El hombre de izquierdas, decía Nietzsche, busca excusas para su impotencia; busca culpables a su miseria; y en vez de intentar crear, intenta destruir todo lo que de humano (demasiado humano) hay en nuestra vida.

            Por eso Marx no era de izquierdas; como tampoco se definía de izquierdas Lenin. Para Lenin, el izquierdismo era la enfermedad infantil del comunismo. También Marx se las tuvo con los izquierdistas. Primero, con la izquierda hegeliana. Los izquierdistas hegelianos, cuyo representante más famoso era Ludwig Feuerbach, creían que los males de la humanidad se debían a su falsa conciencia, a no darse cuenta de todas sus capacidades. En segundo lugar, Marx se enfrentó con los izquierdistas utópicos, quienes creían que solo con desearlo era posible construir una sociedad mejor.

            En nuestro país, las izquierdas demuestran su impotencia llamando a las caceroladas; haciendo batucadas y permorfances cada vez más ridículas, apelando al sentimentalismo y a la Memoria Histórica. Incapaces de crear nada, su meta es destruir un pasado que, construido a su gusto, se convierte en excusa de su malestar en la cultura (que dirían los filósofos de la Escuela de Frankfort).

            Hoy, 18 de marzo, da un discurso el rey de España, Felipe VI, ante una crisis mundial. Una crisis que será lo más parecido que vayamos a conocer a una guerra varias generaciones que no la hemos conocido (porque las hemos mandado al tercer mundo). Es la ocasión perfecta para que los izquierdistas se hagan notar, para que saquen sus cacerolas y armen ruido, ya que hacer una revolución de verdad es demasiado costoso y arriesgado.

            Como decía, los marxistas hemos aprendido de Marx a no ser dogmáticos, a no buscar soluciones intemporales para problemas temporales. Y hoy no es el momento para intentar poner en cuestión la institución monárquica. Una institución que es la clave de bóveda de nuestro Estado. Solo los izquierdistas dogmáticos son incapaces de entender que haya marxistas que defendamos que, en las actuales circunstancias, lo revolucionario es defender la monarquía.

            Y es el Estado la institución que puede hallar soluciones: sanitarias, económicas e incluso morales (en el sentido orteguiano de que la moral es el ánimo). No se puede aplaudir a las enfermeras y personal médico de nuestro país y salir a silbar a nuestro rey; no es posible intentar animarnos unos a otros por las ventanas, a cantar el cumpleaños feliz a nuestros abuelos por los balcones pequeños y silbar al representante de nuestra nación. Porque el rey representa al Estado: a la sanidad pública, a los profesores; representa a las enfermeras y celadores que se juegan la vida; a los policías que caen en acto de servicio (ayer murió un policía de 58 años con coronavirus); a los militares que ponen en peligro su integridad y su salud. Y también a las cajeras de supermercado y a los empleados de limpieza. Todos somos necesarios; y el patriotismo se demuestra arrimando el hombro.

            Si cae el rey cae el Estado; si cae el rey, España se fragmenta en 17 reinos de taifas incapaces de dar ninguna solución más que a sus burocracias; si cae el rey no hay sanidad ni educación ni pensiones públicas.

            Independientemente de los errores (evidentes) que haya podido cometer nuestros monarcas, no es el momento de poner en cuestión la institución cuya principal misión es la de representar nuestra unión, nuestra solidaridad.

            Incluso, desde un punto de vista democrático-formal, ¿qué razones hay para criticar la institución monárquica? Sinceramente, me parece que una monarquía parlamentaria, como la española, en la que el Jefe del Estado no tiene ningún poder político, es mucho más “democrática” que una república presidencialista, como la de EEUU, Francia, Venezuela o Rusia. En esos países, el presidente de la República dispone de un poder prácticamente ilimitado, mientras que aquí es posible preguntarse ¿para qué sirve el rey? Yo prefiero un régimen político en el que el jefe del estado no sirva prácticamente para nada.

            Pero nuestras izquierdas apelan a afrentas pasadas, como si el pasado pudiera transformarse a nuestra voluntad. El rey Juan Carlos I fue nombrado por Franco. Como no podía ser de otra manera (era imposible que lo nombrase Santiago Carrillo o Josep Tarradellas, por ejemplo). Porque, igual que abril es a mayo como antes a después, el pasado es un tiempo que influye en el presente sin poder ser influido por este. La Historia es así, no se puede cambiar; tampoco puede servir de coartada para la inacción, para la impotencia o para la crítica destructiva permanente.

            Nos enfrentamos a tiempos duros; tiempos que solo a través de un Estado fuerte podemos superar. No es el momento de poner sobre la mesa viejas rencillas. Y mucho menos cuando esas rencillas son, casi siempre, invenciones de un pasado mítico.

 

Raúl Boró Herrera