El 17 de mayo de 2021 Ceuta amaneció en una situación límite: en cuestión de horas la frontera se desbordó y más de diez mil personas cruzaron desde Marruecos sin control. Entre ellas había al menos mil quinientos menores. Pero este no fue un episodio casual ni fruto de un súbito desorden en el lado sur de la valla, sino una maniobra perfectamente calculada por Rabat; los vídeos grabados por guardias civiles donde se ve a los fronterizos marroquíes abriendo las puertas de su lado de la valla y dejándolos pasar, ignorando los gritos y quejas de los guardias civiles, es sólo una de tantas pruebas. España, de nuevo, se vio sometida a un chantaje que no se ejecuta con fusiles ni con tanques, sino con el uso político de la presión migratoria. La filosofía política materialista permite interpretar con mayor claridad este episodio: no hablamos de un simple «incidente fronterizo», sino de un acto de guerra híbrida en el que un Estado soberano utilizó a su población como instrumento para doblegar a otro.

Semanas antes, en abril de 2021, España acogió en un hospital de Logroño a Brahim Ghali, líder del Frente Polisario, aquejado de covid. Rabat lo supo a través de sus servicios de inteligencia y entendió el gesto como una ofensa directa a su autoridad. En el tablero geopolítico, Marruecos considera cualquier reconocimiento hacia los saharauis, aunque sea como ese, como una amenaza a su proyecto de control absoluto del Sáhara Occidental. El hecho de que España actuara de forma discreta, sin grandes anuncios, no evitó que Marruecos reaccionara con hostilidad. La soberanía española fue vulnerada mediante una represalia calculada: abrir la válvula migratoria.

El 17 de mayo la policía marroquí se retiró de la frontera de Castillejos. Miles de marroquíes y subsaharianos se dirigieron hacia el espigón del Tarajal. Familias enteras, menores y jóvenes fueron empujados hacia la frontera en una marea humana que Ceuta no estaba preparada para contener. Las imágenes dieron la vuelta al mundo: adolescentes con botellas de plástico a modo de flotador, madres exhaustas con bebés en brazos, centenares de jóvenes celebrando su entrada irregular… Pero lo más obsceno del espectáculo estaba en que nada de ello era espontáneo: Marruecos instrumentalizó a sus propios ciudadanos y a inmigrantes subsaharianos como carne de cañón, transformando la frontera en un campo de maniobra política.

El Gobierno español respondió desplegando al Ejército, la Guardia Civil y la Policía Nacional. Hubo rescates en el mar, patrullas en las calles y se aplicaron devoluciones inmediatas a miles de adultos amparadas en el acuerdo de readmisión de 1992. En las primeras 72 horas se contabilizaron más de seis mil retornos, aunque más de un millar de menores quedaron bajo tutela de los servicios sociales. Ceuta vivió una crisis humanitaria y de seguridad sin precedentes en tiempos recientes. La reacción de España fue necesaria, pero insuficiente, porque se trató de contener la emergencia, pero no de afrontar las causas profundas de la misma.

Lo esencial de lo sucedido es que Marruecos envió un mensaje cristalino: si España toma decisiones contrarias a los intereses de Rabat, la frontera puede transformarse en un coladero en cuestión de horas. Lo cual es gravísimo, porque significa que la frontera, que jurídicamente pertenece a España, resulta de hecho como un instrumento en manos del país vecino. Esa capacidad de desbordar el control fronterizo constituye un arma política de primer orden, y fue empleada como advertencia. En términos materialistas, lo que se escenificó fue un ejercicio de poder efectivo: la utilización de cuerpos humanos como fuerza de presión contra un Estado soberano. La supuesta «amistad» o «cooperación» entre países queda desenmascarada como relación de fuerza, como dialéctica conflictiva en la que España suele ceder y salir perdiendo.

El paralelismo con la Marcha Verde de 1975 es inevitable. Entonces, Hasán II movilizó a miles de civiles para ocupar posiciones en el Sáhara Occidental. Marruecos convirtió a una masa de ciudadanos en instrumento de presión política, protegido por su propio ejército. En Ceuta, casi medio siglo después, se repitió la fórmula: una operación incruenta en apariencia, pero que constituye en la práctica una forma de invasión. En ambos casos, España reaccionó de manera titubeante, atrapada entre el miedo a la escalada y la incapacidad para imponer su propia soberanía. Y es que la guerra híbrida no necesita balas para ser eficaz, basta con transformar a la población en ariete político.

La Unión Europea emitió declaraciones solemnes: «Las fronteras españolas son fronteras europeas». El Parlamento Europeo llegó a condenar el uso de menores por parte de Marruecos. Pero más allá de la retórica, Bruselas optó por apaciguar a Rabat con más cooperación económica. Estados Unidos guardó un silencio calculado, lo cual no puede extrañar a nadie, porque no olvidemos que Trump reconoció en 2020 la «soberanía» marroquí sobre el Sáhara, y Washington considera a Rabat un aliado clave en el Magreb frente a Rusia y China. Francia, fiel socio de Marruecos, tampoco alzó la voz. Ya que siempre opera y coopera con el reino alauí en contra de España. Así se dibuja el escenario: España aislada, Marruecos protegido por potencias mayores, y la UE actuando como mera gestora de fondos para mantener la calma y legitimando, con ello, cada acto de fuerza marroquí.

El resultado de la operación fue evidente. En marzo de 2022 Pedro Sánchez, el presidente Gobierno, modificó la postura histórica española y respaldó el plan marroquí de autonomía para el Sáhara como «la base más seria y creíble». Se consumó así la claudicación: España, presionada por los hechos, cedió ante Rabat y traicionó una vez más a los saharauis. El episodio demuestra que la operación de mayo de 2021 no fue un gesto improvisado, sino una maniobra de guerra híbrida orientada a lograr un objetivo político concreto. Marruecos lo consiguió sin disparar un tiro, valiéndose de miles de personas que fueron lanzadas contra la frontera como armas biopolíticas.

La filosofía política materialista enseña que las relaciones internacionales no se sostienen en la moral abstracta ni en la retórica de los «derechos humanos», sino en la correlación de fuerzas entre Estados. Marruecos actuó como lo que es: un enemigo que persigue sus propios intereses imperiales en el Magreb. España, en cambio, se mostró débil, confiando en un europeísmo retórico y en alianzas que no se materializan cuando la soberanía nacional está en juego. Ceuta y Melilla son plazas estratégicas, codiciadas y permanentemente bajo amenaza. Lo sucedido en 2021 no es un episodio aislado, es un aviso. Y la lección es clara: quien baja la guardia ante un enemigo dispuesto a instrumentalizar a su propia población, está condenado a claudicar.

La invasión de Ceuta en 2021 debe ser entendida como lo que fue: una Marcha Verde en miniatura, una operación de guerra híbrida que desbordó la frontera española y forzó un cambio, hasta la fecha, en la política exterior de nuestro país. Marruecos probó su capacidad de presión y logró su objetivo. España quedó retratada como un Estado incapaz de sostener su propia soberanía frente a un chantaje tan burdo como eficaz. La historia demuestra que quien cede sin reacción una vez queda marcado para siempre. Y mientras los rumores apuntan a nuevas maniobras contra Ceuta y Melilla, la advertencia de 2021 sigue vigente: la frontera no es sólo una línea en el mapa, es un campo de batalla donde se dirime la cada vez más denigrada dignidad política de España.

Emmanuel Martínez Alcocer