La política migratoria de Marruecos hacia España no es el resultado de flujos espontáneos o incontrolados, sino que puede considerarse una estrategia deliberada y sostenida en el tiempo, planificada desde el Estado marroquí como herramienta de presión y chantaje. No hablamos de improvisación, sino de un mecanismo perfectamente engranado, que combina medios estatales, redes criminales y estructuras sociales para influir directamente en la política española.
El primer eslabón de esta cadena de esta estrategia se encuentra en la propia captación y traslado de inmigrantes subsaharianos a Marruecos. Para ello es fundamental la aerolínea estatal Royal Air Maroc, ya que esta facilita vuelos a precios irrisorios desde países como Malí, Senegal o Guinea, atrayendo a miles de personas con el señuelo de que desde Marruecos será más fácil dar el salto a Europa.Una vez allí, estos inmigrantes son instalados en insalubres campamentos controlados por las autoridades marroquíes, con la asistencia de la Media Luna Roja, lo que otorga al régimen alauita control sobre su ubicación y su número. De este modo Marruecos, lejos de actuar como mero país de tránsito, se convierte en gestor y acumulador de una reserva humana deseosa de continuar el tránsito que puede activar a conveniencia.
El siguiente paso de la estrategia es la manipulación del flujo migratorio según los intereses marroquíes. Cuando al gobierno de Rabat le interesa aumentar la presión entonces relaja los controles, retira la vigilancia en las rutas hacia Ceuta, Melilla o Canarias, e incluso facilita la labor de las mafias. Las imágenes de policías marroquíes mirando hacia otro lado o, directamente, escoltando a grupos de inmigrantes hacia la frontera no son incidentes aislados, sino parte de un patrón calculado. Europol y la Organización Internacional para las Migraciones han documentado la existencia de pagos directos a agentes marroquíes para permitir embarques o eludir controles, alimentando un sistema de corrupción fronteriza funcional al interés de Rabat.
El episodio más evidente de esta instrumentalización se produjo en mayo de 2021, cuando, como represalia por el ingreso en España del líder del Frente Polisario, Marruecos dejó pasar a miles de personas, incluidos menores, hacia Ceuta en cuestión de horas. No fue un estallido caótico y espontáneo, o un error de la policía marroquí, sino una operación de presión política con alcance mediático internacional. El mensaje era claro: Marruecos puede abrir o cerrar la válvula inmigratoria cuando quiera, y España debe pagar un precio por cada gesto político que no se alinee con sus intereses. De modo que esta capacidad de modular la presión migratoria se utiliza de manera sistemática. Cuando Marruecos quiere negociar ventajas económicas, acuerdos pesqueros o reconocimiento político sobre el Sáhara, entonces endurece o relaja el control fronterizo. Y cuando obtiene concesiones, vuelve a presentarse como «socio responsable» y «guardián de la frontera sur de Europa», capitalizando fondos europeos y legitimidad internacional.
Sin embargo, la dimensión de esta estrategia no se limita al control de los flujos desde África. La propia emigración marroquí asentada en España es también un instrumento político. Rabat mantiene un estrecho control sobre sus nacionales en el exterior mediante una red de consulados, asociaciones y mezquitas bajo supervisión del Ministerio de Asuntos Islámicos. Estas estructuras no sólo cumplen funciones culturales o religiosas, sino que también sirven para proyectar influencia política, fomentar la identidad nacional marroquí por encima de la integración cívica en España y, llegado el caso, movilizar a la comunidad en favor de los intereses de Rabat.
Cuando estallan crisis diplomáticas, Marruecos ha demostrado capacidad para activar a esta red, promoviendo manifestaciones, campañas en redes sociales o actos de presión pública que buscan influir en la opinión pública española y condicionar a nuestras autoridades. Este poder blando se convierte, así, en un complemento de la presión migratoria directa.
Pero no acaba ahí la cuestión, ya que Marruecos coopera con determinadas organizaciones no gubernamentales que, muchas veces financiadas por la Unión Europea o por agentes privados con gran poder internacional, asumen la gestión de los inmigrantes que llegan a territorio español. Esta externalización de la responsabilidad permite al régimen marroquí descargarse de los costes y problemas, mientras se presenta como un actor colaborador en materia humanitaria, aunque su papel real sea el de instigador del flujo.
Lo cierto es que este conjunto de tácticas forma parte de una estrategia más amplia de guerra híbrida o irrestricta, en la que la inmigración se convierte en un instrumento de presión constante. Marruecos no necesita recurrir a la confrontación militar directa -aunque no ha renunciado a sus reclamaciones territoriales sobre Ceuta, Melilla o incluso Canarias-, porque sabe que puede desgastar a España mediante la desestabilización social interna, la sobrecarga de recursos y la creación de tensiones políticas internas. Pero aun con todo el mayor problema para España es que, lejos de responder con firmeza, tiende a reaccionar con cesiones y concesiones. A lo que hay que sumar la debilidad estratégica española, entre otras razones por la condición de Marruecos como socio preferente de Estados Unidos y la OTAN, lo que introduce mayor complejidad diplomática todavía, ya que cualquier respuesta contundente de España podría verse frenada por las prioridades geopolíticas de sus «aliados», que consideran a Marruecos pieza clave para el control del Magreb y del Sahel (frente al avance ruso y chino en la zona).
Esta asimetría entre España y Marruecos genera una situación de dependencia estratégica en la que el régimen alauí sabe que puede llevar a cabo sus acciones sin temor a represalias proporcionales. Y, lo que es más importante, esta presión no se limita a la frontera: penetra en la sociedad española a través de las comunidades marroquíes, las influencias culturales que consigue ejercer y las redes de intereses económicos tejidos entre empresas españolas y Marruecos. Nuestra frontera y nuestro suelo se convierten así en un campo de batalla irrestricto, donde el adversario marroquí no busca una victoria rápida, sino una erosión constante de la capacidad de resistencia de España.
Si España quiere defender su soberanía y su cohesión interna, muy debilitadas, debe empezar por reconocer que no se enfrenta a una suerte de problema humanitario, sino a una estrategia hostil de largo alcance. Lo que implica reforzar el control efectivo de sus fronteras, revisar los mecanismos de cooperación con Marruecos y establecer límites claros innegociables. Significa también invertir en inteligencia, diplomacia y capacidad de respuesta, no sólo en medios materiales, junto con una narrativa que explique a los españoles el carácter de esta problemática.
La historia reciente -desde la guerra de Ifni hasta la Marcha Verde y las crisis migratorias actuales- demuestra que Marruecos mantiene una política coherente y persistente de presión sobre España. Ignorar esta realidad o disfrazarla de mero problema coyuntural es condenarse a repetir el ciclo de chantajes y cesiones. La inmigración, en manos de Rabat, no es una variable incontrolable: es un arma. Y como toda arma, se empuña con un objetivo. El nuestro, si queremos seguir siendo dueños de nuestro territorio y nuestra soberanía, debe ser neutralizarla.
Emmanuel Martínez Alcocer