Los acontecimientos recientes en Torre Pacheco, lejos de ser un estallido puntual o un «auge del racismo», deben ser analizados como una consecuencia de las dialécticas estructurales dadas en torno a la inmigración. Los fenómenos que estamos presenciando no pueden entenderse desligados de las contradicciones internas del Estado español, de sus políticas inmigratorias erráticas, ni del conflicto geopolítico, sostenido pero solapado, con Marruecos. Lo que está en juego no es sólo el orden público local o la «convivencia» –palabra de rango apotropaico en el contexto político español–, sino el tipo mismo de sociedad que España está construyendo –o descomponiendo– bajo la presión de intereses exteriores, entre ellos los de una potencia que ha convertido la inmigración en instrumento de guerra híbrida.
El punto de partida es ya conocido: un anciano agredido en Torre Pacheco por un joven de origen marroquí, en un vídeo que rápidamente se hizo viral. Lo que ha desatado una oleada de rabia vecinal que ha ido más allá de la mera protesta: barricadas, manifestaciones espontáneas y enfrentamientos con la policía. ¿Racismo? ¿Radicalización? ¿«Extrema derecha»? No. Hartazgo. Es una reacción frente a una situación que se viene incubando desde hace años: la percepción creciente de inseguridad, la degradación del espacio público, y el sentimiento –justificado– de abandono institucional por parte del Estado.
Pero el caso adquiere otra dimensión si se interpreta en la clave adecuada. Porque detrás de la inmigración masiva e incontrolada de carácter musulmán, pero muy especialmente la marroquí, no hay sólo pobreza y búsqueda de oportunidades, que también: hay además una estrategia de Estado. Marruecos ha hecho de la emigración –en especial la que va dirigida a España– una herramienta de presión diplomática y, en no pocas ocasiones, una forma de desestabilización deliberada. No es secreto que Rabat ha liberado a delincuentes comunes y no tan comunes de sus cárceles para empujarlos hacia la frontera, pero también ha azuzado crisis migratorias artificiales (como en Ceuta en 2021), o promovido una diáspora vigilada por su propio aparato de inteligencia. La inmigración, en este contexto, se convierte en un arma.
Pero ante esto es importante entender que el Estado no es una mera superestructura pasiva; es la forma en que se estructura la sociedad política para garantizar, entre otras cosas, el cumplimiento del orden legal, la integración funcional de los individuos, y la conservación de la unidad frente a amenazas externas. Cuando ese Estado deja de ejercer su función –por ejemplo, cuando no hace cumplir las leyes inmigratorias o cuando renuncia a imponer un orden común y cede el control de barrios enteros a dinámicas tribalizadas–, entonces es la población, con más o menos acierto, la que actúa, pero lo hace desordenadamente, como un cuerpo que se defiende por reflejo. Lo que hace a esa reacción más peligrosa.
Las revueltas en Torre Pacheco no son una expresión de ideologías organizadas, ni de nazis como se está diciendo estúpidamente, sino una reacción moral inmediata ante la imprudencia del Estado, que –por razones más o menos inconfesables del gobierno– ha abdicado en su función de imponer orden y concierto. No porque la inmigración sea en sí un mal –como pretenden quienes descalifican cualquier crítica con etiquetas vacías como «fascista» o «xenófobo»–, sino porque la inmigración, cuando no es controlada, evaluada, ni condicionada a la integración real, no genera esa sociedad plural de la que tanto nos hablan los propagandistas, sino una yuxtaposición de grupos mutuamente ajenos o incluso hostiles.
Es preciso insistir en que el problema no es «el islam», ni «los musulmanes» en abstracto, sino el hecho constatable de que una parte significativa de la inmigración de origen musulmán, particularmente la de matriz magrebí, no se adapta a la sociedad española. No lo hace por múltiples razones, entre ellas el hecho material de que muchas de sus instituciones culturales son incompatibles con el modo de vida español. Pero también por el rechazo explícito o implícito, por parte de muchos de ellos, al pluralismo sociopolítico, a la igualdad de hombres y mujeres, a la libertad religiosa o a la primacía de la ley civil. La subordinación de las mujeres, la idealización de una comunidad de fe cerrada (la umma), o la afirmación de la superioridad islámica sobre la cultura de acogida no son fenómenos residuales: están inscritos en las prácticas sociales y en los discursos cotidianos de parte de esa inmigración, especialmente entre los más jóvenes y desarraigados.
Y es aquí donde aparece una cuestión capital: muchos de estos individuos no se consideran ni quieren ser españoles. Se identifican antes como marroquíes, musulmanes, hermanos de fe. Y si además España les resulta, no ya ajena, sino inferior –una cultura a la que hay que tolerar pero no asimilarse, una tierra que puede ser usufructuada pero no amada–, entonces toda integración es imposible. No hay simetría. Mientras en España se predica la tolerancia como obligación unilateral, algunos de estos inmigrantes, alentados a su vez desde fuera, ondean banderas marroquíes en suelo español, no como expresión sentimental, sino como gesto de desafío y dominio. No es memoria. Es supremacismo.
El discurso del victimismo marroquí ha sido pulido hasta convertirse en un arma propagandística. Toda crítica a la inmigración marroquí es «racismo». Toda protesta, «islamofobia». Pero esto no es sólo una construcción de la «izquierda» bienpensante: es una línea estratégica de Rabat. Porque presentar a su emigración como colectivo oprimido le permite no sólo blindar sus intereses, sino preparar contraataques diplomáticos y mediáticos cuando le conviene. Y es en este marco donde episodios como el de Torre Pacheco pueden ser instrumentalizados de forma perversa. Marruecos podría aprovechar este conflicto para justificar nuevas oleadas inmigratorias hacia Ceuta y Melilla –a las que sigue considerando parte de su soberanía, pese a carecer de toda legitimidad histórica–, presentándose como «protector» de sus ciudadanos ante una España «racista» y hostil. El plan perfecto: Marruecos provoca el problema, alimenta la fractura y luego exige compensaciones como si fuera víctima.
Así pues, no se trata de rechazar la inmigración por principio. Pero sí de asumir que toda inmigración masiva tiene efectos políticos estructurales. Ante esto no hay neutralidad posible. Y una sociedad que no controla su demografía, sus flujos poblacionales ni las condiciones de integración de los nuevos grupos está condenada a disolverse. Es necesario recuperar el control legal, imponer condiciones reales de integración y, sobre todo, entender que España está siendo objeto de una agresión larvada, silenciosa, pero eficaz. Una agresión que combina la presión demográfica, la fractura social y la propaganda victimista.
Torre Pacheco no es una excepción. Es una advertencia. Una muestra anticipada de lo que puede ocurrir si el Estado no asume su papel como ordenador y protector de la sociedad política. No se trata de fomentar odio, sino de restituir el orden. Porque sin orden no hay justicia, ni paz social ni libertad que valga.
Emmanuel Martínez Alcocer