Durante décadas, los profetas del globalismo nos prometieron un mundo interconectado, eficiente y limpio. Un mundo en el que las fronteras eran un estorbo, la autosuficiencia un residuo del pasado, y la energía un simple bien de consumo más en manos del “mercado”. Pero como en toda religión secular, la realidad se ha encargado de profanar el altar. El apagón que el pasado 28 de abril dejó a los españoles sin suministro eléctrico ha sido algo más que un incidente técnico: ha sido una advertencia cruda, brutal y reveladora. Un destello de verdad en medio de la oscuridad.

Durante horas, el corazón eléctrico del país se paralizó. Hospitales recurriendo a generadores de emergencia. Aeropuertos detenidos. Empresas y hogares desconectados sin previo aviso. Según Red Eléctrica, se trató de una caída repentina de 15 gigavatios en apenas cinco segundos: una pérdida del 60% de la demanda nacional. Se barajaron hipótesis: desde errores en la producción solar hasta un corte en la interconexión con Francia. Pero lo verdaderamente alarmante no fue la causa, sino la conclusión: no tenemos control. Ni político, ni técnico, ni estratégico. La energía que mantiene con vida al país está en manos ajenas.

Esta es la consecuencia directa de haber renunciado a la soberanía energética en nombre de un modelo utópico, verde y supranacional, que ha criminalizado la producción nacional, desmantelado nuestra capacidad de reserva y sustituido la previsión por la fe ciega en las redes compartidas y las energías intermitentes. Hemos confiado nuestra supervivencia a molinos que no giran, paneles que no iluminan de noche, y gasoductos controlados por intereses extranjeros. Y cuando el sistema falla, como ha fallado, no hay a quién exigirle responsabilidades. Porque nadie manda. Porque nadie responde. Porque no hay plan.

Mientras tanto, la propaganda continúa. Nos hablan de neutralidad climática, de sostenibilidad, de resiliencia digital. Palabras bonitas para ocultar una verdad incómoda: España ha perdido su autonomía energética. La desindustrialización planificada, el cierre de centrales térmicas y nucleares, y la entrega de la gestión eléctrica a corporaciones transnacionales no son errores. Son decisiones políticas. Decisiones tomadas desde una mentalidad que desprecia la nación, la autosuficiencia y la capacidad de defensa económica.

La energía no es un capricho técnico ni una cuestión de mercado: es un pilar estratégico de la nación. Como el ejército, debe estar bajo control del Estado y al servicio del interés nacional. La historia lo demuestra: ningún país que haya renunciado a su autonomía energética ha conservado su soberanía política. Ni uno solo. Porque quien depende de otros para encender la luz, no es libre. Es un vasallo. Y nosotros lo somos.

La solución no está en seguir profundizando en la dependencia tecnológica ni en suplicar a Europa que refuerce las interconexiones. La solución está en volver a pensar como nación. Recuperar las centrales que cerramos por presión ideológica, invertir en tecnología propia y diversificar el suministro con criterios geoestratégicos, no ideológicos. Porque la electricidad no es un símbolo de modernidad: es una condición de existencia.

Debemos comprender que la transición ecológica, tal como se está imponiendo desde Bruselas, no es un camino hacia la soberanía, sino una forma nueva de dependencia. Una economía basada únicamente en energías “verdes” es una economía inestable, vulnerable y dependiente. Los países que nos venden paneles solares, baterías de litio o turbinas eólicas saben perfectamente que están vendiéndonos no solo tecnología, sino sumisión.

Y no se trata de oponerse al medio ambiente, como algunos intentan caricaturizar. Se trata de algo más profundo: de poner a la patria por delante del dogma, de garantizar el bienestar y la seguridad de los nuestros antes que complacer a tecnócratas sin rostro. Se trata de que los españoles, cuando enciendan la luz o enciendan una fábrica, sepan que detrás hay un sistema nacional fuerte, previsor y soberano.

Lo que hemos vivido no es un accidente: es una consecuencia. Un efecto directo de haber sustituido la razón de Estado por el capricho ideológico. Y si no corregimos el rumbo, el apagón del 28 de abril será solo el preludio del colapso de la propia nación.

Porque sin soberanía energética no hay industria. Sin industria no hay trabajo. Y sin trabajo, no hay patria. Solo una red de consumidores dependientes, esperando instrucciones desde fuera.

La soberanía energética no es un lujo. Es la frontera entre el pueblo libre y la colonia resignada. Y nosotros, si queremos seguir siendo algo más que un parque temático turístico, debemos decidir de qué lado estamos.

Pablo Pérez Merino