Nada como un poco de turismo cultureta, con un ápice de sentido crítico, para convertirse en un apóstol de la desmitificación de la leyenda negra de Hernán Cortés en manos de los indigenistas. Como todo buen turista que arriba a tierras de nuestros hermanos mejicanos, tras ataviarme con las preceptivas bermudas, una buena dosis de protección solar, algunos litros de agua mineral y gafas de sol de explorador, comencé el periplo de ruinas y museos antropológicos en pos del descubrimiento de los antiguos secretos matemáticos y cosmológicos que a todos maravillan.

Sin menospreciar la grandiosidad de alguna de sus ruinas y la bella policromía con las que adornaban las representaciones de las deidades correspondientes, lo primero que me sorprendió es que estos pueblos carecían de escritura y desconocían los números. Otro llamativo descubrimiento, durante una visita al Museo Nacional de Antropología de Ciudad de Méjico, fue que el famoso Calendario Maya, ni era maya, ni era un calendario como tal, con solo 260 días, pero queda genial en los imanes para frigorífico de las tiendas de souvenir.

Aunque no es algo en lo que incidan precisamente los guías turísticos, ensalzadores oficiales de todo lo prehispánico e indigenista, en cuanto preguntas un poco te das cuenta de que literalmente estaban en la edad de piedra, ya que ni siquiera conocían las técnicas para trabajar metales. Tan solo contaban con rudimentarias herramientas de andesita u obsidiana, con las que tallaban sus útiles y armas. Sobre todo armas. Pues con estos mimbres, y nunca mejor dicho lo de mimbres, la sensación es que la milenaria cultura no parece que fuera tan avanzada o excepcional.

Tras la primera decepcionante impresión, ya intuí que estos tipos tampoco es que fueran muy sofisticados. Sobre todo, si pensamos que, en este nivel evolutivo como sociedad, es como se los encuentran los cristianos cuando llegan a estas tierras en el siglo XVI. Resulta que siempre nos habían contado como los españoles, con Cortés a la cabeza, masacraron a los pobrecitos indígenas mesoamericanos y arrasaron desde sus cimientos la vastísima cultura de los felices indígenas, pero la realidad es que me quedó la sensación de que tanto no había para arrasar.

Lo que si formaba parte importante de su cultura era la muerte, más concretamente procurársela al prójimo de las formas más imaginativas posibles. De hecho, el pueblo mexica era un entusiasta de los sacrificios humanos, otra de las cosas en las que tampoco es que insistan mucho los guías oficiales. En una de estas visitas, incluso llegaron a contarnos que los sacrificios humanos consistían en hacerse pequeños cortes y ofrecer la sangre manante al dios de turno. Pero claro, a la segunda que rascas el argumento no se sostiene.

El pueblo mexica, que por cierto no era maya, aunque convivieran con estos en el tiempo, poseía unos vastísimos dominios, tantos como pueblos sojuzgados, no a sangre y fuego exactamente, pero sí a golpe de hachazo de andesita. Estos friendly guerreros, precursores de la agenda 2030 y tan respetuosos del medio natural, estaban en perfecta comunión con su entorno, adorando a los dioses del agua, la tierra, la fertilidad y todo lo adorable dentro de su poco desarrollada capacidad neolítica. Pero eso sí, como buenos imperialistas exigían a sus vasallos sus correspondientes regalías, entre las que se incluían esclavos y ofrendas. Cierto es que las ofrendas consistían en un aprovisionamiento regular de donantes de órganos para ofrecer a los eco dioses. La costumbre era cortarles la cabeza a golpe de cuchillo de piedra y desgarrarles parcialmente las extremidades, para que, al arrojarlas desde lo alto de las escalinatas de sus imponentes pirámides, estas se fueran cercenando en la caída, desprendiéndose los miembros del cuerpo previamente decapitado y desparramándose por las interminables escaleras. En el duodécimo escalón un brazo, en el vigésimo una pierna, unas criadillas o unos higadillos que se quedan atorados en la plataforma ceremonial intermedia y así uno tras otro para mayor alborozo de los asistentes, que celebraban con entusiasmo la bonita y colorista cascada de sangre y cuerpos mutilados que descendían durante horas los días de precepto. Todo muy eco frirndly sin duda. Curiosa también era la costumbre, en aras de implementar el muy adelantado a su tiempo precepto de economía circular de la forma más eficiente, que los asistentes se proveyeran de los miembros mutilados de los oferentes para su avituallamiento personal. Como de todos era conocido, no hay nada mejor que apretarte en la cena un buen jamón del enemigo, más aún si este fue ofrendado en día de culto. Las propiedades divinas que estas transmitían a los comensales no tenían parangón.

No me atreví a preguntar si alguna cuadrilla de señoras mexicas, vasallas u oferentes, aunque me inclino más bien por las esclavas no destinadas al sacrificio esa mañana, serían las encargadas de limpiar todo aquel estropicio. O, por el contrario, dejaban los restos orgánicos sobrantes para natural continuación de la cadena trófica tan respetada por este pueblo. Por lo que si me interesé fue por el destino, entendiendo que sería principal, que les daban a las cabezas amputadas al inicio de la ceremonia. Y efectivamente tenían una función principal. Estas pasaban a formar parte del Huei tzompantli. Altar de capital importancia al pie del Templo Mayor donde se realizaban los sacrificios. Estas eran las piezas que cobraban mayor relevancia. Con especial cuidado, se practicaban sendos orificios en los parietales de los cráneos amputados y se ensartaban cuidadosamente en ramas de Mexquite, conformados en una perfecta alineación de cráneos lanceados como espetos. Estas se ordenaban en hileras para unirlas a una empalizada de muerte, junto a miles de sus desafortunados congéneres.

Este altar, el Huei tzompantli que puede verse en Tenochtitlan, lo que hoy en día es el Zócalo de la Ciudad de Méjico, se remataba con unas bellas torres laterales. Estas conformadas en altura por círculos concéntricos de calaveras, unidas por una mezcla de cal, arena y arcilla, para darle mayor consistencia y alcanzar una altura lo suficientemente considerable. Pude examinar una recreación realizada por los profesores del Programa de Arqueología Urbana del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), en el que a simple vista se pueden contar que unas 30.000 calaveras humanas conformaban el altar.

Por supuesto, estos altares se repiten en todos los asentamientos importantes, pero no solo del pueblo Mexica, los Mayas practicaban iguales rituales que encontramos en todas sus ciudades como Tulum, Chichén Itzá o Cobá. Frente a una gran pirámide, siempre nos encontramos un altar de exhibición de cráneos empalados de enemigos o de sus propios congéneres, que son entregados al sacrificio igualmente.

Sus coetáneos los sumos sacerdotes Mayas, para no aburrir a la plebe, que enseguida se cansa de los formatos anodinos, también practicaban el arte de la extirpación del corazón. Mediante un aséptico corte bajo las costillas, con un impecable machete ceremonial de sílex, abrían el cuerpo por la mitad, introducían en brazo dentro del torso hasta agarrar el corazón y lo arrancaban aún latiente y atemperado para su degustación. Todos saben que un buen banquete antropófago es el medio ideal para hacer relaciones sociales. Lo que hubiera disfrutado algún conocido “mediador”, gestionando contratas para levantar las pirámides de la época. Eso sí, antes purificaban al sacrificado pintando su cuerpo de azul, con lo que a buen seguro conseguían que este lo viera todo de otro color. Parece ser que todo era innovación audiovisual en la época, porque según me contaron, ponían en escena multitud de formatos ceremoniales, todo es poco para ganarse el favor de los dioses ante el público. Lo mismo asaeteaban a sus ofrendas hasta la muerte, tomándose su tiempo, que las puntas de flecha están por las nubes, que los arrojaban a cenotes rodeados de turistas, o los evisceraban con las manos atadas tras la cabeza.

Esta y no otra, es la cultura con la que acaba Cortés cuando conquista Méjico. Cultura y costumbres sanguinarias, como la de comerse a los prisioneros enemigos antes de la batalla para arrebatarles sus fuerzas y poderes en la lucha, sacrificar niños para enterrarlos bajo las pirámides y los altares, o arrojar doncellas a los dioses, con una buena dosis previa de psicotrópicos para que no se resistieran. Según el arqueólogo de la UADY Alberto Pérez, de las 100 plantas utilizadas en la época, 80 se destinaban a fines ceremoniales.

Sin duda, los indígenas a los que se enfrentó Cortés en su conquista eran pueblos sanguinarios realmente atrasados para su época. Sería una definición coherente la de salvajes prehistóricos de monstruosa brutalidad. Y esa fue la baza que Hernán Cortés jugó para sí mismo y sus aliados. Liberar a los pueblos sojuzgados por la atrocidad, uniéndolos a la causa de la corona española. Efectivamente conquistó, pero al tiempo, logro dotar a estos pueblos de una cultura que estaba a milenios de la suya. Hospitales, escuelas, civilización. Ese es el mérito de Cortés en tierras mejicanas, hacer avanzar varias eras a un pueblo sumido en la esclavitud y la barbarie de la ignorancia.

Raúl Morales