Confundiendo los buenos deseos con la cruda realidad algunos han creído que una pandemia como la del COVID-19 aplacaría los ánimos de los separatistas, que el procés saldría de la agenda prioritaria de la clase política catalana por causa de fuerza mayor, incluso que una ola de unión frente al enemigo común restauraría los afectos heridos en España. Es cierto que un sufrimiento de gran envergadura ante el que los seres humanos se sienten desamparados e iguales puede provocar un efecto semejante pero no parece que este sufrimiento haya tenido todavía el alcance para despejar la mente de una parte de nuestros compatriotas tras décadas de adoctrinamiento. Cuando la dejación de la clase política española ha permitido que una pequeña y sectaria oligarquía regional en Cataluña canalice el sentimiento de identidad y las ilusiones de buena parte de los catalanes hacia la Itaca mítica de una Cataluña independiente, por fin plenamente europea y de nuevo carolingia… Cuando esa misma dejación ha permitido a esa misma pequeña y en el fondo acomplejada oligarquía regional transformar en odio a España cualquier frustración colectiva por los fracasos que toda vida social y política produce ocasionalmente, no es un coronavirus cualquiera quien puede hacer que se supere el resentimiento. Podríamos quedarnos aquí, olvidando como frecuentemente hacemos la dimensión continental que este fenómeno español tiene. Esta pereza española para asomarse a la parte europea de lo que nos afecta permite a los que son conscientes de la ventaja que ofrece obrar sin cesar en el campo de operaciones internacional. Miremos cómo se desarrollan las hostilidades en Europa a este respecto y veremos que una parte de lo de adentro es afuera.
La llamada política regional de la Unión europea (en adelante UE) está inserta en lo que en los Tratados se denomina Cohesión económica, social y territorial y tiene como objetivo oficial la armonización, la cohesión y el desarrollo de las regiones europeas. Fue introducida en 1987 a través del Acta Única Europea y consagrada en 1992 con la creación del Comité de las Regiones de Europa en el Tratado de Maastricht. Es una de las llamadas competencias compartidas entre la UE y los estados miembros. La existencia de una competencia compartida implica que tanto la UE como los estados miembros están capacitados para adoptar actos jurídicamente vinculantes. Sin embargo, los estados miembros sólo pueden ejercer su competencia en la medida en que la UE no haya ejercido la suya. En el caso de la política regional cuando, como es habitual, sea la UE la que ejerza su competencia se aplicará el procedimiento legislativo ordinario, es decir, el voto por mayoría. Hasta aquí todo parece, como frecuentemente en la UE, la descripción banal y anodina de un reparto competencial y unos procedimientos asociados en la línea de una neutralidad axiológica típicamente tecnocrática. Pero esta apariencia esconde un crudo trasfondo de poder geopolítico en el que la potencia alemana hace valer progresivamente un diseño particular adaptado a su interés estratégico.
El objetivo germano a medio y largo plazo en el plano territorial y en el marco de su liderazgo en la UE es resucitar un imperio medieval adaptado a las necesidades del siglo XXI. Cuenta Alemania con la colaboración de la institución europea federalista por excelencia, la Comisión, en cuyo escalón funcionarial los alemanes ocupan puestos determinantes en áreas determinadas. Su antiguo presidente Durao Barroso incluso acometió la fórmula en 2007: “The European Union is an empire (…), the first non imperial empire in history”. Como cualquier imperio, éste vendría a ser una unidad política compuesta y compleja, con un centro político en la cúspide de la jerarquía institucional y poblado en la base por una multitud de unidades políticas… regionales. Y ésta es la clave. La historia política alemana nos permite entenderlo y juzgar sus implicaciones.
Alemania es una verdadera federación. En la espiritualidad política de los germanos la autonomía institucional es el correlato de la nación cultural. Todas las formas de asociación política que la historia ha visto desfilar desde la Edad media entre el Rin y la Prusia oriental, entre el cuello de la península de Jutlandia y los Alpes han encontrado en la diversidad el fundamento de la organización política y su argamasa en la identidad étnico-cultural. Usando una terminología moderna podría afirmarse que la existencia de una nación cultural alemana durante casi mil años no se ha puesto en peligro por la fragmentación política, que lo alemán no se ha eclipsado, pese a la existencia política separada de los alemanes, víctima de procesos de aculturación o sincretismo extranjerizante. La idiosincrasia germana, de talante federativo pero no siempre bien avenida a lo largo de la historia, y también los ímprobos esfuerzos de Francia e Inglaterra durante siglos para que la nación alemana no se condensara políticamente, y mantenerla así fragmentada, han evitado un estado alemán durante largo tiempo. Sólo Napoleón puso a los estados alemanes, con la crudeza acostumbrada en el gran corso, ante la tesitura de fundar una sola soberanía, acometiendo por tanto la tarea de edificar un gran estado moderno, o permanecer por el contrario aislados en el centro de Europa como las frágiles e indefensas víctimas propiciatorias de cualquier apetencia extranjera.
Es en aquel momento cuando las élites alemanas se conjuraron para construir un estado y dominar con él el continente antes de que otros estados europeos volvieran a dominarles. Buscaron formulas aptas para avanzar hacia la unidad estatal y produjeron al mismo tiempo cosmovisiones de dominio que reproducían los paradigmas geopolíticos operativos en aquel momento. La Deutscher Bund o Confederación germánica fue la respuesta para lo primero en 1815 tras el Congreso de Viena, agrupando a 39 estados alemanes en una confederación de estados soberanos bajo la presidencia de la Casa de Austria. La Dieta no era un parlamento elegido sino lógicamente un congreso de delegados estatales y en realidad la Confederación sólo funcionaba cuando coincidían las posiciones de Austria y Prusia, pero se dio a luz a la Unión aduanera de Alemania y sólo por ello la Confederación Germánica debe ser considerada una inteligente obra de ingeniería política precursora del estado moderno alemán. El Zollverein 1) eliminó los aranceles entre los estados alemanes estableciendo el libre comercio dentro de los límites de la Confederación, y 2) fijó o reforzó las barreras arancelarias hacia el exterior, instaurando un proteccionismo alemán como marco para el desarrollo de una industria naciente de mayor escala y para la realización de los necesarios ajustes internos de solidaridad y redistribución en un contexto de libre comercio a nivel confederal.
Digámoslo entre paréntesis pues no es el objeto de este artículo: hoy Alemania impulsa una política comercial para la UE distinta a la que acabamos de describir, con un movimiento de doble apertura muy nocivo globalmente excepto para ella, cuando la situación, por ser en realidad paralela a la del Zollverein, requeriría algo muy similar; Friedrich List, con su Sistema nacional de economía política no nos deja mentir. La Guerra de las siete semanas en 1867 y el paso a la hegemonía de Prusia en el conjunto alemán no fue por tanto a pesar de lo que se cree el hito precursor de la fundación en 1871 del II Reich como primera forma histórica del estado moderno federal alemán; este hito había sido la Unión aduanera. Lo que olvidan los apologistas de la España federal cuando ponen alegremente entre otros el ejemplo de la República federal es que en Alemania no hay ni ha habido nunca descentralización política. Lo que ha habido por el contrario es una energía centrípeta que ha conducido a un proceso histórico de condensación de la soberanía, querido y aceptado en el último tramo de su existencia política separada por los 39 entes más o menos soberanos que formaban la Confederación germánica.
Las élites alemanas, entre las de más elevada cultura en Europa y con la envidiable perspectiva histórica que les proporcionaba su propia experiencia, pudieron en aquel momento haber levantado la mirada para plantearse, después de la unidad alemana y sin detener el impulso, una unidad europea no basada en la hegemonía de una sola nación sino en la cooperación y en la proporción. Una unidad que hubiera garantizado la potencia mundial de las naciones europeas durante siglos y probablemente una posición de autoridad moral para Alemania. Se trataba de ponderar la heterogeneidad y la homogeneidad en el continente, buscar un potente mínimo común denominador y definir a continuación una fórmula institucional que aunara libertad y compromiso. Nadie mejor que Alemania podía por su experiencia histórica pluralista (sólo igualada por la experiencia imperial española) pensar ese desafío. Pero es sabido desde Spengler y Toynbee que las morfologías históricas no suelen renovarse cuando están en su cénit y mueren al perder el dinamismo adaptativo que la perseverancia en su propio ser requiere paradójicamente. Era el siglo XIX todavía un momento de aparente esplendor y expansión del estado nación europeo. Nada hacía presagiar que estados nación continentales como los Estados Unidos en el siglo XX y China en el siglo XXI podrían poner en jaque a las naciones europeas. Todavía no se había agotado la época en que los estados europeos podían desangrarse periódicamente en guerras intestinas para dilucidar a cúal de ellos pertenecía la hegemonía mundial, sin que nadie en el globo pudiera oponerse a tal designio y menos todavía aprovechar la división europea para tomar el poder global. La obtención de la hegemonía europea era el horizonte fundamental, la llave de cualquier ambición ulterior. Y a ello se lanzó Alemania con su nuevo, potente y funcional estado federal. Sus avatares: el pangermanismo en el II Reich, el lebensraum en el III Reich, y el nuevo orden económico europeo tras la reunificación en la III República federal.
Las etimologías de federación a partir de las raíces indoeuropeas originales y posteriormente del latín nos hablan de significados como fe, confianza, alianza, pacto y tratado. Lo que hace surgir una realidad federal es la voluntad de unirse en aquellos que están separados. Bien lo sabían las élites alemanas y por ello siempre han confiado en la dinámica inversa para combatir por la hegemonía europea, fragilizando y disolviendo in fine a sus adversarios. Para Alemania es natural y armónico lo que para otros estados puede ser letal. Porque la estructura federal, tanto a nivel interno como a nivel continental, se adapta perfectamente a la tradición histórica y política alemana sin poner en peligro su cohesión interna, su potencia y su supervivencia. En otros estados miembros de la UE sin embargo, siendo naciones estado más o menos unitarias, una descentralización política de base regional sólo puede implicar el desencadenamiento de energías centrífugas. Cuando se aflojan los lazos, una parte de la gestión y la legislación por separado se convierten en costumbre, y se asienta una clase política regional que adquiere el hábito de legitimarse ante las masas convirtiendo en una subasta la promesa de nuevas competencia arrancadas al estado y compitiendo con las regiones vecinas queda inoculado un virus, el del separatismo, cuya erradicación todos evitan pues requiere elegir entre medidas dolorosas y muy dolorosas. Haya sido violenta o pacífica su táctica, la finalidad estratégica alemana en lo territorial ha permanecido invariable en los últimos dos siglos: separar lo que estaba unido a través de la federalización de los estados nación europeos. Federarse es posible; federalizarse no. Aquello que está unido no requiere voluntad alguna de unificación y por tanto no puede federalizarse. Federalizar es un eufemismo para no tener que reconocer una voluntad de disgregar o una impotencia ante la disgregación. Federalizar España, Francia, Italia, Polonia… es para Alemania dividir y vencer en Europa, deconstruir para reorganizar, masticar bien para digerir después.
Jesús Pérez Anadón