Pasado el entusiasmo popular del levantamiento del dos de mayo de 1808, la represión francesa y su poderío militar pusieron de manifiesto la dificultad de derrotar a un enemigo superior militarmente, bien organizado y que operaba bajo un mando único.

A finales de mayo o principios de junio se constituyeron las Juntas Provinciales en aquellos lugares en que los que la sublevación contra el ocupante francés triunfó. Los nuevos organismos creados asumieron el ejercicio de la soberanía de hecho ante el vacío del poder dejado por las instituciones monárquicas. Sin embargo, las Juntas operaron de manera descoordinada. La necesidad de defensa común impuso, ya el 22 de junio de 1808, que la Junta de Murcia, presidida por el conde de Floridablanca, dirigiese una circular al resto de Juntas Provinciales pidiendo la constitución de un gobierno central. Después de diversas negociaciones, el 25 de septiembre de 1808, a iniciativa de la Junta de Galicia, se reunieron en Aranjuez los 24 diputados de las 18 Juntas Provinciales y constituyeron la Junta Central Suprema Gubernativa del Reino. Pese a que la victoria en Bailen (19 de julio de 1808) había demostrado que el ejercito español podía enfrentarse con éxito a los franceses, el comportamiento anárquico de la Juntas, incapaces de renunciar a sus particularismos para conseguir una unidad de mando, organización y de acción, unido al colaboracionismo del Consejo de Castilla con el francés, impidió diseñar una estrategia militar eficaz en la lucha contra el invasor. Mientras, las tropas napoleónicas recuperaron la iniciativa y en una exitosa campaña sometieron a su control la mayoría del territorio. La Junta Central tuvo que huir de Aranjuez para acabar refugiándose en Cádiz, donde llegaron sus últimos miembros el 27 de enero de 1809. El proceso político abierto fue complejo y lleno de tensiones internas entre los partidarios del Antiguo Régimen y los liberales. De acuerdo con la opinión de Jovellanos, el decreto de 22 de mayo de 1809, convocaba la representación legal reconocida por la tradición monárquica hispana en sus antiguas Cortes. Entre el 24 de septiembre de 1810, cuando las Cortes Generales y extraordinarias celebran su primera sesión y la Constitución de 1812, los patriotas tuvieron que inventar de alguna manera un nuevo régimen que no existía antes para solucionar la crisis política, alumbrando la idea moderna de Estado-nación en España. Sin embargo, el consenso político llegaba muy tarde. La dirección de la Guerra de la Independencia ya estaba en manos de los británicos, el ejército español había dejado de ser protagonista de la campaña, dando paso al ejército inglés de Portugal, liderado por Lord Wellington, situación que las Cortes de Cádiz reconocen por decreto de 22 de septiembre de 1812, al concederle el mando supremo de las fuerzas españolas.  

Paradójicamente la patria que ahora deviene en Nación a través de la Constitución de 1812, tiene hipotecada su soberanía en manos de potencias extranjeras. El invasor francés al que hay que echar y los supuestos aliados británicos, que allá por donde pasan desmantelan el incipiente tejido industrial español y cometen atrocidades sin cuento sobre la población civil española, como en la toma de Badajoz o en la de San Sebastián, donde la barbarie de los casacas rojas sonrojaría a los más brutales soldados napoleónicos.

Las guerras napoleónicas supusieron el final de España como potencia de primer orden. El país quedó reducido a un papel muy secundario, como puso de manifiesto el Congreso de Viena, en el que las potencias contrarrevolucionarias definieron las líneas de actuación de la Europa posnapoleónica, sin que España desempeñase papel relevante alguno, pese a que el ejercito napoleónico se desangró en nuestra patria, siendo, junto a Rusia, la principal nación que contribuyó a su derrota.

A la hora de construir el Estado liberal en España, la disfunción entre las élites ilustradas representadas por las oligarquías burguesas que aparecen representadas en las Juntas Provinciales, la aristocracia seguidora del Antiguo Régimen y las clases populares partidarias de la tradición, se traduce en una fragmentación y división, tanto ideológica como territorial, que va a teñir de desorden político y confusión civil la historia de España hasta nuestros días.

 

Matías Recio Juárez. Doctor en Derecho.