Orquestar una subversión del orden constitucional sale barato, procurar de manera explícita y contumaz la ruptura de la unidad nacional apenas resulta más grave que una asonada callejera. Ése es el amargo y lesivo poso que queda tras la sentencia del golpe de Estado del 1-O en Cataluña. En aras de la unanimidad, los magistrados del Tribunal Supremo se decantaron finalmente por condenar a los impulsores de la declaración unilateral de independencia por los delitos de sedición y malversación, desestimando con ello el delito rebelión solicitado por la Fiscalía y la acusación popular. Una claudicación ante el criterio de la abogacía del Estado que ha implicado a la postre una rebaja muy significativa de las penas. Más hiriente que esta atenuación del castigo es la argumentación de los jueces, sustentada en una interpretación desviada del concepto de violencia que retuerce la realidad y atenta contra el más elemental uso de la razón.
Un canto a la confusión en poco menos de quinientas páginas. La sentencia del Tribunal Supremo «da por probada la existencia de violencia»; pero seguidamente sostiene que «no basta la constatación de indiscutibles episodios de violencia para proclamar que los hechos integran un delito de rebelión», dado que «la violencia tiene que ser una violencia instrumental, funcional, preordenada de forma directa, sin pasos intermedios, a los fines que animan la acción de los rebeldes». Es muy difícil creer que alguien, salvo que tenga sus funciones cognitivas completamente deterioradas, no vea en los «indiscutibles episodios de violencia» que quedaron probados un instrumento puesto al servicio de la independencia, que era (y es) en sí misma la finalidad última que éstos perseguían. Es evidente que quienes participaron en aquellos actos no lo hicieron de manera espontánea o inopinada, sino de modo previsto y ordenado en función de un plan. Y no es menos evidente que en el ánimo de aquellos energúmenos teledirigidos anidaba doblegar el orden constitucional… bastaba con escuchar sus consignas en forma de bramidos.
El texto de la sentencia roza el delirio cuando la cuestión de la finalidad se entremezcla con la tesis de la «ensoñación», según la cual todo el procés fue un engaño que tenía por objeto lograr en las calles una posición de fuerza que obligara al Gobierno de España a negociar un referéndum de autodeterminación. Reza el fallo: «El acto participativo presentado por los acusados a la ciudadanía como el vehículo para el ejercicio del derecho a decidir no era otra cosa que la estratégica fórmula de presión política que los acusados pretendían ejercer sobre el Gobierno del Estado». Entonces, ¿el acto era instrumental y no instrumental simultáneamente? Pero a pesar de tan palmaria inconsistencia en los fundamentos, el jurado había encontrado ya un pretexto para condenar a los acusados por un delito contra orden público (sedición) y no por uno contra el orden constitucional (rebelión).
A medida que uno va descartando la posibilidad de que haya magistrados tan incapaces (para el derecho y para la sintaxis) crece el hedor a componenda política y chalaneo partidista. Una fetidez que no enmascaran la moderación, la normalidad y la unanimidad que según algunos caracterizan esta sentencia. Al contrario, si nos fijamos en sus consecuencias la inutilidad es lo distintivo, porque desde luego los efectos no están siendo los deseados… y era de esperar, salvo que uno sea estúpido o viva en otra «ensoñación». Así, la unanimidad —condición indispensable para exhibir ante la inmaculada Europa una sentencia ejemplar— no ha supuesto el más mínimo beneficio en el exterior. En este sentido, el posicionamiento de la mayoría de medios de comunicación internacionales apenas ha pasado de la descripción aséptica de la sentencia; si acaso comentando de soslayo el ensanchamiento de una profunda fractura ideológica entre España y Cataluña (diario francés Libération). Si todavía queda algún euro-paleto acomplejado que piense que España va a recibir respaldo explícito por esta sentencia, que se desengañe; Europa no es más que un conglomerado de intereses particulares y el caso catalán no figura entre ellos.
La sentencia ha desatado una ola de reacciones violentas —perdón, un tsunami democràtic—, tomando a los sediciosos condenados como mártires de la causa. Y esto dista mucho de la normalidad. Aunque le pese al Gobierno, las noches jalonadas de disturbios y hogueras dejan una imagen de Cataluña de absoluta excepción. Una imagen callejera que hubiese sido exactamente la misma en el caso de que la condena hubiera sido por rebelión. Por ello, si algún doctor en economía esperaba un apaciguamiento social que colgarse a modo de medalla, de momento que se olvide; no parece que vaya a obtener ningún rédito electoral bajo el manto de la normalidad y la moderación.
Es muy compleja, pero la solución pasa primeramente por entender que en el procés subyace un componente casi religioso —que es ya una cuestión de fe— que hace que se desvanezca la razón, que se diluya la lógica y que todo argumento decaiga en favor de un sentimentalismo exacerbado, que verá en cada sentencia que obstaculice la construcción de la República catalana poco menos que un delito de lesa humanidad. Del fanático nada cabe esperar, pero a quienes tienen encomendada la defensa del bien común se les exige que no busquen sencillamente amansar o contentar. De lo contrario, es la sociedad española la que queda presa de una fe irracional que conduce al desastre, la que se ve arrastrada a la «ensoñación». ¿Seguro que con esta sentencia «hemos ganado los buenos»? No lo creo. Estamos muy lejos aún de la salutífera catarsis que necesita con urgencia la parte de esta nación donde se repite de nuevo un mismo patrón de violencia, donde prosigue el golpe, donde continúa la «ensoñación» otoñal.
Francisco Javier Fernández Curtiella. Doctor en Filosofía.