Ya hemos señalado aquí algunas veces que la mentira en política, o la mentira política, es algo consustancial a la misma. No deseable por los más «puritanos», pero presente igualmente siempre en ella y en ocasiones hasta mostrándose como lo más prudente. Pero la mentira es una noción con aparente claridad y sin embargo bastante ambigua, por lo que es necesario precisar según los casos, en función de los contextos, ya que podríamos distinguir varias acepciones y hablar de una mentira ética, moral, familiar, política, religiosa, jurídica, médica, etológica, literaria, periodística, histórica, artística… Con alcances y significados distintos. Es por ello que decimos que en ocasiones la mentira va asociada a un acto considerado malo y en otras ocasiones a un acto considerado bueno o incluso necesario (como por ejemplo la llamada mentira piadosa). Por tanto no siempre la sinceridad podrá considerarse como algo virtuoso.

Dicho lo cual, se comprenderá la necesidad, para entender mínimamente la mentira, desde un enfoque filosófico. De contar con una teoría que dé cuenta, en unos mínimos, de la mentira en las diversas situaciones en la que la encontramos. Esta teoría puede ser de muchos tipos, las hay incluso de carácter teogónico o teológico (la mentira gobernando el mundo, por ejemplo); pues no es este un asunto que se haya empezado a tratar teóricamente desde hace dos días. Esa teoría también puede ser de carácter metafísico (cuando se vincula, al menos intencionalmente, al ser con la verdad (o con Dios) y el no ser (o la nada) con la mentira) o de carácter ideológico (sobre todo cuando hablamos de políticos). Teorías estas que se pueden entremezclar, por supuesto. Pero nuestra perspectiva no es ninguna de estas, la nuestra, como siempre, es una perspectiva filosóficomaterialista. Una perspectiva que por el momento ya nos permite hacer las distinciones que acabamos de señalar, y con ello apuntar al error que supone caer en una perspectiva dicotómica verdad/mentira. Porque, como ya hemos indicado, esta oposición dicotómica se rompe si tenemos en cuenta los contextos de los que depende el juicio sobre la mentira. No fijándonos, por tanto, en el ser o el no ser en general, en abstracto, sino fijándonos en contextos y seres más concretos, sobre todo en los seres vivos, que son los que tienen capacidad de mentir o engañar (como el camaleón que se camufla, por ejemplo). Aquí la mentira ya no tendría nada de reprochable ya que se insertaría en los mecanismos necesarios para la supervivencia. O incluso podemos romper esta dicotomía si admitimos que en muchas ocasiones es necesario recorrer «el camino del error o de la mentira» para llegar a alguna verdad, incluso pedagógicamente. Como admitían muchos filósofos barrocos (como pueda ser Baltasar Gracián) o ya dieciochescos (como el Padre Feijoo), en los cuales la noción del desengaño, que supera las apariencias, es tan importante.

Y si en muchos animales la mentira es una constante e incluso una necesidad, en los hombres no es menos. Incluso se da en mayor medida dado que, a diferencia de otros animales, cuenta con la palabra. No digamos ya si atendemos al juego político de nuestras democracias actuales, en las que las mentiras, medias verdades y manipulaciones, difundidas por todos los medios posibles, son el pan nuestro de cada día. Debemos, pues, dejar de lado ciertas exquisiteces puritanas y admitir que la mentira entra dentro de lo esperable en la batalla entre los actores políticos, sobre todo cuando estos tienen que anular al contrario y ganarse el favor, el voto de las masas ciudadanas. Unas masas ciudadanas que cuando dan su voto a unas opciones políticas u otras, o cuando no protestan o no se rebelan ante tales o cuales mentiras, aceptan implícitamente esas mentiras, lo sepan o no. Es decir, que en ese juego de la mentira, capaz de mantener la eutaxia del Estado dada su funcionalidad, no hay que culpar de su omnipresencia sólo a quienes las ofrecen sino también a quienes las compran. Aquellos que apoyan con su voto las mentiras son cómplices de ellas, lo cual nos lleva a derribar multitud de teorías conspiratorias según las cuales son sólo unas pequeñas élites ocultas las que controlan la marcha del mundo manipulando a las masas inocentes a las que ocultan sus planes.

Pues bien, admitiendo que la mentira está muy presente en nuestras vidas y en el ámbito político, admitiendo que las mentiras pueden ser necesarias incluso para mantener el orden social y político, ¿cuándo podemos decir que estas son rechazables? Cuando dichas mentiras afecten a la pervivencia y estabilidad del propio Estado, a su eutaxia. Cuando esas mentiras no ayuden a fortalecer el orden del Estado, y a su régimen político, sino a debilitarlo, desestabilizarlo o derribarlo (como pueda ser la conocida leyenda negra). Cuando la mentira deja de ser un componente más de la política y se convierte en la norma política, superando la prudencia necesaria y extendiéndose la corrupción a tal grado que pudre todo el mecanismo (con el patrocinio y consentimiento de unos y otros).

¿Y por qué decimos todo esto? Lo decimos con motivo del recuerdo del 11 de marzo, fecha de los atentados de Madrid de 2004 en los que murieron cientos de españoles y resultaron heridos y marcados para siempre varios miles. Pero los atentados del 11 de marzo de 2004 no son significativos sólo por eso, que ya sería más que bastante. Lo son porque esa fecha marcó también un vuelco a nivel nacional por las elecciones que se celebraron tres días después, en las que el PP, pronosticado como vencedor, perdió su ventaja frente al PSOE. Esta fecha es tan significativa porque ese día España se plegó al terror, cambió su voto, su destino, y desde entonces muchas cosas han variado en la vida política española. Desde entonces, podríamos decir, España no es la misma. Pero aunque hayan pasado 17 años los españoles siguen sin saber exactamente qué ocurrió ese día, en qué medida cambió el país o quiénes fueron los culpables de los atentados (a pesar de contar con una versión oficial, puesta en duda desde múltiples vías), y siguen sin saber a qué dieron apoyo, muchos de ellos, al cambiar su voto. ¿Estaríamos hablando entonces de una de las mayores mentiras políticas de la España democrática, aquella que se supone que ya se liberó de las tinieblas del dictador? Y si fuera así, ¿cómo hemos de entender dicha mentira, como eutáxica o como lo contrario? ¿Pueden los españoles admitir una mentira de tal calado y que no pase nada? ¿Dónde queda entonces su libertad como ciudadanos? ¿Cómo entender la libertad del voto que, en teoría, todo ciudadano tiene si los ciudadanos no pueden juzgar adecuadamente la situación de su país a la hora de votar? ¿Hemos de admitir que esto no es necesario para el funcionamiento de una democracia? ¿Cómo entender la libertad de voto si los ciudadanos admiten mentiras, ocultaciones o manipulaciones de tal calibre, si son cómplices de ellas (al menos en un porcentaje muy elevado)? ¿O es que la mentira en este caso es tan necesaria, por la verdad atroz que revelaría, que sin ella se comprometería la estabilidad del Estado español y por ello de su democracia?

Desde DENAES, en nuestra permanente labor de defensa de la nación española, y por tanto de todos y cada uno de sus ciudadanos, territorios e instituciones, no podemos dejar de mostrar a los ciudadanos españoles la necesidad de, al menos, plantearse todas estas cuestiones. De removerlos, al menos, de su comodidad democrática. Porque la defensa de todo lo dicho no implica la aceptación de lo que se ha de rechazar, cuando se ha de rechazar. Y, al mismo tiempo, no podemos dejar de sumarnos al recuerdo y homenaje a todos los fallecidos y damnificados en tan fatídica fecha hace ya 17 años.

 

Emmanuel Martínez Alcocer