Decía hace muchos años un ilustre jurista norteamericano respecto del sistema de distribución de competencias en los Estados Unidos que se parecía al modo en que un célebre diccionario de inglés del siglo XIX se refería al violín y al violonchelo, definiendo a éste como un violín grande y al violín como un violonchelo pequeño.
Me parece que es una afirmación perfectamente extrapolable a la gestión que del modelo de distribución territorial del poder se ha venido haciendo en España desde que se aprobase la Constitución de 1978.
Después de más de cuarenta años, parece evidente que nuestro sistema constitucional necesita de ciertos retoques que afinen su funcionamiento. De todos ellos, el que precisa de una reforma constitucional más evidente es el Título XIII, es decir, el dedicado a la distribución de competencias entre los distintos entes públicos territoriales de nuestro país. El resto de las cuestiones necesitadas de “arreglo”, como puede ser la reforma del sistema electoral, del poder judicial, de la Administración pública, de la organización y funciones de las cámaras parlamentarias o la estructura, funcionamiento y financiación de los partidos políticos, pueden abordarse sin necesidad de reformar la Constitución.
Apartándonos del árbol que en el momento actual no nos deja ver el bosque y tomando algo de perspectiva, el mayor problema con el que ha tenido que lidiar nuestra democracia es, sin duda, la cuestión territorial. Las cada vez mayores exigencias de poder territorial en forma de asunción de competencias que los partidos separatistas han venido reclamando a lo largo de los últimos cuarenta años no dan para más. El violonchelo no puede adelgazar ya más para acrecentar al violín.
El protagonismo que el Tribunal Constitucional ha tenido en todo este proceso ha sido evidente. Siguiendo al Profesor Aragón Reyes debemos afirmar que es hora de pasar de un Estado jurisdiccional autonómico a un Estado constitucional autonómico. La regulación deliberadamente abierta y ambigua que el constituyente otorgó al Título XIII de la Constitución ha hecho que tenga que ser el Tribunal Constitucional el que caso acaso haya tenido que ir delimitando el ámbito competencial estatal y autonómico e, incluso, local. No debemos olvidar que el protagonismo jurisdiccional es mayor en gran medida cuando, en un Estado compuesto, las reglas jurídicas relativas a la organización territorial del poder están excesivamente abiertas y tienen una notable ambigüedad, como sucede en el Estado autonómico español diseñado por la Constitución de 1978.
La apuesta por la descentralización política que el constituyente de 1978 realizó no tiene parangón en el Derecho comparado. No se trata de un Estado Federal clásico porque no puede serlo. El Estado Federal surge de la voluntad consensuada de unos Estados preexistentes, mientras que el Estado autonómico se construye al revés: un Estado unitario decide desprenderse de la gestión de importantes materias en favor de unos entes públicos territorialmente inferiores que crea. El Estado federal se construye de abajo a arriba mientras que el Estado de las Autonomías se construyó de arriba hacia abajo.
No obstante, el Estado de las Autonomías, pese a no tener cuerpo de Estado federal, sí que tiene su alma. Por ello, sería conveniente volver la vista a modelos de Estados Federales para ver cómo se han resuelto allí las tensiones de distribución competencial entre la instancia central y las instancias periféricas. En este sentido, parece razonable, como lleva siendo reclamado largamente por parte de nuestra doctrina constitucional y administrativista, que la distribución de competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas respondiese a un sistema de doble lista, como sucede en Alemania. Es decir, que se cerrase con carácter definitivo el sistema de distribución de competencias y no se dejase abierto, como hizo el constituyente de 1978. Con ello, se evitaría la reclamación constante y sine die de mayores competencias por parte de los separatismos beligerantes con el Estado y se eludiría tener que acudir a la herramienta más habitual y polémica en la interpretación de los límites competenciales entre ambas instancias territoriales, como es el criterio de compartimentalización “bases-desarrollo”, que tantos quebraderos de cabeza nos ha dado, sobre todo desde que el Tribunal Constitucional, en su segunda época, haya sido más proclive a una interpretación autonomista de la distribución competencial.
No sólo sería necesaria de lege ferenda esta reforma constitucional. Sin un cambio en las prácticas de gestión de las competencias que incluyan una lealtad institucional por parte de las distintas instancias territoriales nunca se podría completar el éxito de un Estado compuesto descentralizado. En un Estado de esas características no todo lo resuelve el Derecho. También son necesarias buenas prácticas políticas que conlleven una aplicación razonable de las herramientas jurídicas que sirven de base para solucionar de la mejor manera posible los problemas de los ciudadanos, que deben quedar atribuidos y circunscritos a la instancia territorial que tenga afectados en mayor medida sus intereses por ser el ámbito territorial idóneo para que actúe. Es lo que el Tribunal Constitucional denominó interés prevalente en uno de sus primeros pronunciamientos (Sentencia 4/1981, de 2 de febrero)
Este sistema competencial de doble listado (competencias estatales de asunción obligatoria en un artículo y competencias autonómicas de asunción obligatoria en otro artículo) también supondría acabar con el mayor problema que la aplicación práctica del modelo de distribución territorial de 1978 ha tenido: su asimetría. Es evidente que la asimetría no ha funcionado como forma de contentar a unos separatistas insaciables cuyo objetivo siempre ha sido estirar más y más el sistema de distribución de competencias, llegando incluso a traspasar los límites constitucionales, como tuvo ocasión de confirmar el Tribunal Constitucional en su Sentencia 31/2010, de 28 de junio. No es razonable tener un violín más grande que un violonchelo. Para que esa anomalía no perdure por más tiempo en nuestro modelo constitucional es necesaria una homogeneización del sistema que conlleve una necesaria e imprescindible unidad de mercado a nivel nacional en el contexto geopolítico internacional actual. En este sentido, también parece obligado mirar a otros Estados compuestos como el nuestro. Por ejemplo, el Tribunal Supremo americano procedió a realizar desde comienzos del siglo XX una interpretación extraordinariamente extensiva a favor del Estado federal del concepto de poderes implícitos y de la llamada cláusula de comercio, constitucionalmente prevista con un significado originario mucho menos amplio del que el Tribunal Supremo norteamericano, a partir del pasado siglo, como se indica, le ha venido atribuyendo.
Asimismo, en el sistema alemán las leyes federales dominan completamente la atribución competencial de todos los territorios. De hecho, esta interpretación de la cláusula de prevalencia del derecho federal (importada por nuestro texto constitucional en el artículo 149.3 e interpretada por el Tribunal Constitucional español de una forma muy diferente al alemán en Sentencias como la 76/1983) se ha potenciado a través de las últimas reformas de la Constitución federal alemana, ante la necesidad de homogeneización competencial que impone la globalización económica y la pertenencia a la Unión Europea.
Ni a Estados Unidos ni a Alemania le ha ido mal poner cada pieza en su sitio y conseguir que el violonchelo sea un verdadero violonchelo y el violín un verdadero violín. Ni a nivel interno ni a nivel internacional.
El contexto político actual no parece muy propicio para llevar a cabo la reforma constitucional propuesta, que requeriría de consensos altamente improbables. Bien al contrario, parece que iremos por el camino de profundizar en el error. Ahondar en la asimetría, que es una forma fina de no nombrar la desigualdad entre territorios y, consecuentemente, entre ciudadanos, no será probablemente aceptada por aquellos que lo que demandan ya hoy es, directamente, la independencia. Hacerlo de manera subrepticia sin reforma constitucional sólo conseguirá seguir convirtiendo nuestra Ley de Leyes en un lastre problemático en vez de la herramienta de la que debería partir la solución.
Premiar con más privilegios a los desleales y continuar castigando a los leales sólo puede llevar, inexorablemente, al colapso del sistema. El “chiringuito” que las dos Comunidades Autónomas más beligerantes con el Estado se han montado desde 1978 para chantajear al resto de los españoles con la connivencia de los dos partidos políticos mayoritarios a nivel nacional no puede acabar bien, como nos demuestra la historia pasada y reciente y veremos de nuevo más pronto que tarde.
Una lástima. La miopía y el cortoplacismo político en el que estamos instalados impide ver a nuestros dirigentes la necesidad de abordar esta reforma constitucional para revitalizar un Estado autonómico herido de muerte por su falla inicial de asimetría y que supone un coste de mantenimiento muy alto desde el punto de vista económico y social y un coste de oportunidad inasumible en términos de competitividad.
Debemos poner cuanto antes fin a la anomalía patria de que el Estado se haya convertido en el violín y las Comunidades Autónomas en el violonchelo. Ello, en la situación geopolítica internacional, no es sostenible por mucho más tiempo. Conduce al empequeñecimiento progresivo de España, como, desgraciadamente, estamos teniendo ocasión de comprobar. La descentralización radical que la Constitución de 1978 permite debe ser atemperada para dar una solución real y efectiva a los problemas actuales de los españoles en un contexto internacional en el que el fortalecimiento de las instancias centrales es esencial. Ello no impide la gestión descentralizada de los asuntos públicos y de importantes materias en las que las instancias territorialmente inferiores pueden ser más ágiles y efectivas. Pero ello no supone la barra libre descontrolada que vivimos en España en la actualidad y que ha llevado a una hemorragia de las arcas públicas que es incompatible con la asunción de un proyecto nacional sensato y razonable. Como afirmó el Tribunal Constitucional en la citada Sentencia 4/1981, de 2 de febrero, autonomía no es igual a soberanía. Era otro Tribunal Constitucional. Era otra España. Eran otros tiempos.
Antonio Alonso Timón