El problema sobre qué lugar ocupa el campo y el campesinado en la vida nacional es uno de esos asuntos fundamentales que la clase política española no ha sabido, o más bien no ha querido, enfrentar.
Fundamental porque no sólo es una fuente productiva de la mayor relevancia, sino porque del campo depende, en un sentido aún más decisivo, la propia soberanía nacional. En efecto, la soberanía no sólo depende del control fronterizo del ejército. Unida a esta tarea profesional, se encuentra la efectiva distribución del pueblo por el territorio patrio. Razón por la cual el problema agrario es hoy el del despoblamiento nacional de los campos. Por una parte, cada vez menos españoles deciden radicarse en zonas rurales; por otra, los que lo hacen tienen, por lo general, sus fuentes de ingresos fuera del área rural, dado que los empleos mejor pagados se concentran en las ciudades o zonas urbanizadas.
La mayor parte de los trabajadores del campo no viven allí, y si lo hacen, no establecen vínculos de arraigo significativos con la tierra que los recibe, viéndose impedida una verdadera contribución a la patria común y la creación de una organización campesina convergente con los intereses generales de la nación. Por el contrario, lo que se ha venido practicando es una sistemática desnacionalización del campo mediante la sustitución étnica en forma de mano de obra extranjera, ilegal y mal pagada, que asume condiciones de verdadera esclavitud, para mayor gloria del capitalismo transnacional y su política de fronteras abiertas.
Así, es el valor de la tierra el que se pauperiza y el campo el que se transforma en zona de sacrificio destinada a la extracción de materias primas sin retorno significativo para los campesinos en particular ni para los nacionales en general; como también en emplazamiento para proyectos de industria agrícola y energética de oligopolios patronales y transnacionales. En todos los casos los recursos agrícolas y energéticos originados en el campo se transforman en productivos de exportación cuyo aporte a la economía nacional disminuye día a día, volviendo al campo un lugar no deseable para el asentamiento permanente proyectado en generaciones.
Ante esta gravísima situación, ¿cabe otra solución que la nacionalización del campo español? Esto quiere decir repoblarlo, no simplemente haciendo de albergue y desplazando población hacia zonas rurales, sino generando condiciones de arraigo mediante un verdadero desarrollo agrícola: más y mejor conectividad, transportes, escuelas, hospitales, viviendas y trabajos. Solo en estas condiciones vivir en el campo será una opción.
No se debe olvidar que la sustitución étnica que se encuentra al fondo de la migración masiva ilegal promovida por la patronal, es solidaria del desincentivo de la familia. Y es que la gentrificación de las grandes urbes impide formar familia extensa. La actual generación no desea tener hijos; por una parte, por el efecto pernicioso de ideologías posmodernas tardocapitalistas que centran la vida en el hedonismo y el cortoplacismo. Pero también, por otra, por carecer de los medios materiales para tener familia. Sólo el campo ofrece la extensión territorial capaz de sostener familias numerosas, y solo familias numerosas permiten un verdadero arraigo al suelo patrio, asegurando la prolongación de los linajes, y con ello la existencia de la nación.
Por todo esto decimos que la nacionalización del campo es condición del porvenir de la patria.
Juan Carlos Vergara Barahona