Algunos empiezan a darse cuenta de que el frente ucraniano se desmorona, pero lo que de verdad ha destrozado el espíritu de la prensa y de los gobiernos occidentales no es la caída de Járkov, ni el desangre de los batallones en el Dniéper. No. Lo que los ha quebrado por dentro, lo que ha dejado a tertulianos y analistas al borde del colapso nervioso, es la expresión de Trump cuando Zelenski intentó dictarle la política exterior de Estados Unidos.
Zelenski pensó que con Trump sería como con Biden, con Macron, con Scholz, con todo el club de líderes de la posmodernidad infantilizada. Creyó que el guion de la guerra estaba escrito y que todos los actores sabían su papel: él, el líder heroico envuelto en épica mediática, Europa, la comparsa solidaria que financia la causa sin rechistar; Estados Unidos, el patrocinador inagotable de la cruzada por la libertad. Pero lo que ocurrió fue otra cosa: Trump no compró el relato.
La prensa española, siempre lista para la obediencia, retransmitió el encuentro como si se tratara de la batalla final entre la civilización y la barbarie. Y cuando Trump se atrevió a hacer lo impensable –cuestionar el dogma–, los teclados ardieron en indignación. Porque no se trata solo de dinero, armas o apoyo diplomático; se trata de sumisión ideológica.
Trump no negó el apoyo a Ucrania porque ame a Rusia, ni porque sea un insensato. Lo hizo porque Estados Unidos elige sus enemigos según su propio interés, y Zelenski no está en posición de decirle a una potencia mundial lo que debe temer o cómo debe actuar.
En España, en cambio, no tenemos ese problema. Aquí el enemigo lo elige Bruselas y nosotros, obedientes, firmamos el parte de guerra. España, siempre con ganas de hacer méritos en la Unión Europea, ha vuelto a meterse en un conflicto que no le reporta absolutamente nada. No tenemos industria militar propia, nuestra economía está al borde del colapso y nuestros ministros de Exteriores se creen que la geopolítica es un debate de la radio. Pero, eso sí, hemos firmado cheques, nos hemos endeudado para mandar armamento que no tenemos, y hemos asumido sin pestañear el papel de delegados de la moral globalista en la Unión Europea.
Mientras otros países hacen cálculos sobre costes y beneficios, nosotros nos hemos lanzado de cabeza a la trinchera ideológica de la guerra, convencidos de que el aplauso de Bruselas vale más que cualquier estrategia realista.
¿Y si Ucrania pierde? Bueno, en ese caso España seguirá igual… solo que con 1.000 millones de euros menos y sin saber muy bien qué hemos conseguido con todo esto.
La reunión entre Trump y Zelenski ha demostrado que el conflicto en Ucrania ha entrado en su fase final. No porque Rusia haya ganado de forma aplastante, ni porque Ucrania haya sido aniquilada, sino porque las potencias reales han decidido que es momento de acabar con la farsa.
Estados Unidos ya no tiene interés en sostener un conflicto que no le reporta ninguna ventaja estratégica. Europa, atrapada en su propia retórica, sigue fingiendo que la guerra es suya, mientras sufre un colapso económico y energético sin precedentes. Y Zelenski, atrapado en su propia propaganda, sigue interpretando el papel de líder indomable, sin darse cuenta de que el telón está cayendo.
Nos vendieron que esta guerra era una cruzada moral. Que era la gran lucha de la democracia contra la tiranía. Que Rusia colapsaría en cuestión de meses, que Putin caería antes de que llegara la primavera, que el ejército ucraniano marcharía triunfante hacia Crimea.
Ahora, cuando la realidad les ha pasado por encima, el relato ha cambiado. Ya no es la guerra del bien contra el mal. Ahora es la guerra de «nosotros ya hemos hecho suficiente». Ahora hay que pasar página, buscar otra crisis con la que entretener a la opinión pública. El problema de la propaganda de guerra es que cuando la realidad la desmiente, el ridículo es inevitable.
Occidente ha jugado mal sus cartas y, como siempre, Europa será la que pague la factura. España, en su infinita ingenuidad, ha comprado el paquete completo: hemos asumido el relato, hemos financiado la causa, hemos cerrado los ojos ante nuestra propia decadencia. Pero la guerra se acaba. Y cuando se acabe, habrá que preguntarse qué hemos ganado nosotros. Porque el problema de jugar a ser campeones morales es que, cuando termina la función, lo único que te queda es la deuda y el ridículo.
España debe recuperar su soberanía y dejar de ser el peón de agendas extranjeras y de burócratas trasnochados. La defensa de la nación empieza por la defensa de sus propios intereses. Lo demás, es sumisión y decadencia.
Pablo Pérez Merino