Guerras hay de muy distintos tipos. Hay guerras que son disputas familiares, otras que lo son vecinales, otras que afloran tensiones laborales, etc. etc. No hay grupo social que no cuente con su propia guerra. Pero, al nivel del grupo social fundamental en el que nos insertamos todos, la Nación española, se está librando una guerra que se presenta como un inocente pulso en algunos casos y como feroces acometidas en otros: la guerra por imponer la lengua regional desplazando al español en cualquier ocasión que se tercie.

 

Inocentes pulsos y feroces acometidas que se han producido también entre las comunidades autónomas con ínfulas protoestatales y el Gobierno de la Nación, en su variante Ministerio de Justicia, con ocasión de disputar uno de los pocos exámenes de carácter estatal que quedan en este país (y a ver cuánto nos dura): el examen estatal de abogacía. Hace ya seis años que todos los españoles aspirantes a ejercer la abogacía deben superar un único examen estatal evaluador de los conocimientos adquiridos a través de un Máster universitario. Al Estado, en tiempos de Zapatero, no le pareció conveniente dejar que los estudiantes se incorporaran a los colegios con simples estudios de licenciatura además, y sobre todo, de no parecerle conveniente seguir desatendiendo las presiones de Bruselas que exigía unos estudios específicos amén de una prueba de evaluación estatal. Desentonábamos con el resto de países de la Unión Europea; íbamos por libre. Ya no.

 

El examen único para todos los españoles aspirantes a ganarse la vida como abogados provocó sarpullido nacionalista en los españoles de ánimo independentista hasta el punto de enzarzarse en una combate jurídico y llegar hasta el Constitucional. Y no les salió mal del todo. Llegar al Constitucional era lo más parecido a un serio conflicto antes de la fallida declaración de independencia de la república catalana del año 17. Ya se sabe, las Armas y las Letras; y mientras se pueda conseguir por las letras, mejor que por las armas.

 

Sin embargo, no hay que llegar a tanta jurídica ferocidad cuando con un inocente pulso, ni pulso siquiera, roce de dedos, y eligiendo con tino al contrincante, casi haciendo del pulso un coqueteo, se puede conseguir un gran victoria. Siendo Ministro de Justicia Rafael Catalá, allá por el año 2016, se consideró oportuno que el examen estatal, hasta entonces ofrecido en español para todos los españoles, sin distinción, se tradujese también a los idiomas regionales cooficiales. De esta manera, desde hace tres años, los Ministerios de Justicia que se han sucedido han considerado oportuno que el examen estatal de abogacía se ofrezca no solo en español sino también en catalán, vascuence, valenciano y gallego.

 

En estos tiempos de coronavirus el Ministro de Justicia Juan Carlos Campo ha entretenido su verano con la firma de un nuevo convenio con su homólogo vasco en lo que se ha convertido en una clásica ceremonia anual. El entretenimiento es políticamente oportuno porque efectivamente ofrece una oportunidad al PSOE de demostrar a la ciudadanía su natural inclinación a la diversidad cultural, y al PNV su capacidad de arañar a la Administración estatal una función más que justifique el sueldo del Consejero de Justicia y del traductor.

 

El número de aspirantes a abogado que han elegido el vascuence en estos tres años ha sido de ninguno. Cero. Sin embargo, el número de aspirantes que ha elegido el catalán ha sido, en el último examen, de un 1,2% (85 personas), el gallego de un 0,15% (10 personas) y el valenciano, 0%. Nadie. Por supuesto, desde el punto de vista del independentista, con que solo haya uno, un aspirante que haya preferido el idioma regional al nacional, queda justificada la traducción como también desde el punto de vista de un progresista defensor de los derechos humanos, versión “la lengua”, tipo Catalá o Campo. Desde nuestro punto de vista que no haya nadie que prefiera el vascuence o que todavía el 98,6% de los aspirantes elija el español es un alivio. Pero también, es, sin duda, un gravísimo problema.

 

Estos coqueteos sitúan a las cuatro lenguas en un aberrante plano de igualdad y decimos aberrante en el sentido más clásico y astronómico de la palabra. Pues si una aberración es un desvío aparente (de los astros, que proviene de la velocidad de la luz combinada con la de la Tierra en su órbita), aparente es, y no real, ese plano de igualdad que anualmente nos ofrece el Ministerio de Justicia. Aberración o grave error del entendimiento, pues el español aspirante a ejercer como abogado en todo el territorio español debiera llevar a cabo el examen exactamente igual que los demás compatriotas sin que esta homogeneidad lingüística deba generar prurito alguno al Ministerio de Justicia. Porque no hay ningún deber en la traducción y sí una cesión a la voracidad independentista. El aparente plano de igualdad de las lenguas reduce al español, lo minimiza, mientras eleva al resto de lenguas, que no tienen carácter nacional, pero lo parecen; con eso basta para que el español independentista gane el no tan inocente pulso.

 

Lo han intentado con el MIR; no lo han conseguido.

 

Pero no dejarán de intentarlo.

Paloma Villarreal Suárez de Cepeda