
El régimen constitucional del 78 no fue solo un pacto político: fue el acta de nacimiento de un nuevo orden cultural, hijo del miedo y del olvido. Miedo a repetir la tragedia del pasado, olvido deliberado de la historia que nos precedió. A cambio de estabilidad, España aceptó el precio más alto que una nación puede pagar: la renuncia a sí misma. En nombre de la reconciliación, se impuso el silencio; en nombre de Europa, la sumisión; en nombre de la modernidad, el desarraigo.
Ese modelo —híbrido entre la nostalgia liberal del siglo XIX y la utopía igualitarista del 68— edificó un país políticamente democrático, pero espiritualmente vacío. Su éxito aparente residía en la administración de un consenso que eliminó el conflicto, pero también la vitalidad. Se construyó una democracia sin alma, donde la soberanía popular quedó reducida a un ritual electoral, y donde los partidos, nacidos como vehículos de representación, se convirtieron en guardianes de un régimen que sólo se mantiene porque sus custodios no saben imaginar otra cosa.

Hoy, medio siglo después, los arquitectos de ese sistema contemplan su obra como ancianos que vigilan las ruinas de una ciudad que ya nadie habita. El bipartidismo, antaño garante de la estabilidad, es ahora un teatro de sombras; las instituciones, vaciadas de legitimidad; el discurso público, reducido a eslóganes reciclados de una época que ya no existe. La generación que fundó la España del 78 envejece aferrada al poder, no por ambición, sino por miedo: miedo a reconocer que su tiempo ha terminado.
Mientras tanto, las nuevas generaciones esperan —no con ira, sino con la certeza de quien sabe que la historia se mueve sola, incluso cuando nadie la empuja. No heredan el relato del 78, porque no les pertenece. No se reconocen en el lenguaje de la Transición, porque les resulta ajeno. Su impulso no es el del reformismo, sino el del renacimiento: recuperar una continuidad cultural que sus mayores rompieron al sustituir tradición por progreso, identidad por europeísmo, y verdad por consenso.

La crisis del régimen del 78 no es un episodio nacional, sino el reflejo de un agotamiento más profundo: el de toda una civilización que, desde el mayo del 68, ha confundido emancipación con disolución. Europa entera envejece bajo el peso de su propia negación, incapaz de creer en algo más que en su propia comodidad. Pero como toda decadencia, también esta lleva dentro el germen de su superación.
España, más que ningún otro país del continente, está llamada a esa tarea. Porque fue la primera en abdicar de su historia, y puede ser la primera en recuperarla. El fin biológico del 78 no debe ser visto como una tragedia, sino como una oportunidad: el momento de reconstruir una nación que vuelva a reconocerse en su verdad profunda, en sus raíces espirituales y culturales, en esa continuidad rota que atraviesa los siglos.
La generación que viene no levantará un nuevo régimen; levantará un nuevo sentido. Y ese será, finalmente, el cierre del largo siglo del 68 y el inicio de otra era europea: una en la que el porvenir no se construya contra la historia, sino desde ella.
Juan Sergio Redondo Pacheco
