En el año 1963, John Kenneth Galbraith compila una colección de conferencias pronunciadas en la India relacionadas con el desarrollo económico. En su doble calidad de embajador de los Estados Unidos y de respetado economista trata de ofrecer ideas útiles a un país de los denominados por aquel entonces como “en vías de desarrollo”. En una de estas conferencias Galbraith se plantea un clásico problema de la economía política: la educación es ¿gasto o inversión? La respuesta no se hace esperar pues en apenas unas líneas afirma que la educación es gasto, sí, una forma de consumo, pero también un tipo particular de inversión.
La educación vista como gasto convierte al alumno en un consumidor que ve satisfecho un deseo individual e individualista que tan bien expresa Ariana Grande en su I want it I got it. La educación vista como inversión convierte al alumno en un actor importante del que se confía sea capaz de generar un retorno aumentado del importe invertido. La diferencia entre las dos interpretaciones es abismal en tanto que la relación con el primero se agota en el tiempo, en el acto mismo de consumir, mientras que con el segundo se despliega a través de los planes de futuro que tenga el Estado inversor. Así, si la India se propone contar con un tejido industrial de carácter textil que sea capaz de proporcionar un alto número de puestos de trabajo no necesariamente cualificados, no destinará grandes cantidades de dinero a la educación. Pero si la India se propone contar con un tejido industrial de carácter tecnológico que sea capaz de proporcionar un alto número de puestos de trabajo cualificados destinará grandes cantidades de dinero a la educación.
Educación, sí, pero ¿para qué? Todo plan educativo debe estar orientado al cumplimiento de un fin si bien la pregunta “educación ¿para qué?” resulta tan confusa como la pregunta “filosofía ¿para qué?”. Se puede afirmar que quien así pregunta tiene una idea clarísima de qué tipo de educación o filosofía desprecia porque en la pregunta está el desprecio o, por ser más suave, el escepticismo. Sin embargo, quien afirma con rotundidad que la educación es importante, vital, esencial, fundamental, etc. tiene, probablemente sin saberlo, una idea de qué sea educación, su propia idea y, probablemente también, una idea muy difícil de coordinar con otras. Lo mismo ocurre con la filosofía. Educación, sí, pero ¿de qué educación hablamos? ¿de la educación pública o privada? ¿de la educación obligatoria o voluntaria? ¿de la educación en matemáticas, en música, en biología, en latín, en inglés…? Filosofía, sí, pero ¿de qué filosofía hablamos? ¿de la filosofía aristotélica, kantiana, marxista, fichteniana,…? ¿de la filosofía idealista o materialista? ¿de la filosofía política, de la filosofía de la religión, de la ontología, de la filosofía de la ciencia…?
Educación, sí, pero adjetivada porque dada la finitud del tiempo habrá que elegir, de entre todas las educaciones adjetivadas posibles, aquellas necesarias en función de los planes que tenga el Gobierno de turno para el futuro del Estado. Entonces la pregunta se va definiendo poco a poco en sus estrictos términos, ¿en qué tipo de educación está dispuesto a invertir el Estado y para qué fin? En España no estamos en vías de desarrollo, pero sí estamos en recesión económica por la pandemia vírica. El Gobierno se dispone a tomar decisiones a corto plazo sobre la educación obligatoria. Ya se ha presentado un anteproyecto de Ley Orgánica de Modificación de la LOE (LOMLOE). Entonces, ¿cuáles son los fines que se propone alcanzar el Gobierno con esta modificación? Porque Galbraith tenía claros los fines que se proponían los países en vías de desarrollo en los años 60 del siglo pasado: recién incorporados a la sociedad de naciones en pie de igualdad con sus antaño colonizadores e indiscutida su integridad territorial, los países en vías de desarrollo de África y Asia aspiraban a eliminar sus debilidades: reducir la mortalidad, mejorar las vías y los medios de comunicación, erradicar la pobreza, etc. Pero, ¿y la España de los años 20 del siglo XXI? ¿qué objetivos se propone a largo plazo?¿a qué aspira? En otras palabras, ¿cuáles son sus debilidades?
Nadie podrá discutir que la mayor debilidad de España es su propia recurrencia como nación, es decir, su capacidad para mantener íntegro su territorio, debilidad a la que habrá que añadir otras como, por ejemplo, su insuficiente tejido industrial incapaz de absorber el potencial trabajo de millones de compatriotas cuyo número tiende a reducirse inexorablemente dados los bajos índices de natalidad. Entonces, España ¿invierte o gasta en educación? Según los presupuestos generales del Estado, gasta. Entonces, ¿no invierte? No, no invierte o, al menos, no invierte en erradicar su mayor debilidad, el independentismo. No se prevén mayores gastos en asignaturas esenciales para combatirlo como la Historia de España o una Filosofía política materialista; es más, en el preámbulo de la LOMLOE no hay ni rastro de alguna finalidad distinta a la de aumentar “las oportunidades educativas y formativas de toda la población, que contribuya a la mejora de los resultados educativos del alumnado, y satisfaga la demanda generalizada en la sociedad española de una educación de calidad para todos”. Se trata de prolongar un proyecto educativo que no es más que un plan de alfabetización y entretenimiento sin rumbo.
La educación, a la deriva. España, también.
Paloma Villarreal Suárez de Cepeda