Durante décadas se nos ha repetido que la democracia liberal representaba el fin de la historia: el modelo político más avanzado, la síntesis perfecta entre libertad, pluralismo y prosperidad. Sin embargo, cada vez más ciudadanos en distintas partes del mundo miran a su alrededor y no reconocen en su vida cotidiana esa promesa. Ven sistemas donde se vota periódicamente, sí, pero donde las decisiones fundamentales parecen tomarse en otros lugares: en consejos de administración, en despachos de grandes lobbies, en organismos internacionales opacos o en burbujas tecnocráticas blindadas al control popular.

No es extraño, por tanto, que haya ganado terreno un cuestionamiento de fondo: ¿y si la democracia liberal, tal como funciona hoy, se hubiera convertido en un dispositivo al servicio de minorías privilegiadas? ¿Y si esa arquitectura institucional tan elogiada no fuera tanto un freno al autoritarismo como un seguro de vida para las élites económicas y políticas?

En este contexto aparece el llamado modelo iliberal, al que se suele caricaturizar como un paso hacia el autoritarismo o un simple disfraz para gobiernos populistas. Pero más allá de los clichés, su atractivo se explica por algo más profundo: su pretensión de corregir una democracia liberal que muchos perciben capturada por intereses oligárquicos. La idea no es abolir la democracia, sino devolverle contenido a una palabra que, para mucha gente, se ha ido vaciando de sentido.

La democracia liberal ha ido acumulando mecanismos de intermediación hasta volverse, en muchos casos, irreconocible para el ciudadano común. Partidos que se alternan en el poder sin alterar los fundamentos del modelo socioeconómico; tribunales y organismos reguladores que, con el pretexto de la neutralidad, funcionan como diques contra cualquier reforma que amenace intereses consolidados; grandes grupos mediáticos que fijan el marco del debate público y definen de antemano qué opciones son “responsables” y cuáles “radicales”; arquitecturas supranacionales que subordinan la política a la lógica de los mercados.

Se mantiene el ritual del voto, pero disminuye la sensación de que ese voto pueda cambiar realmente la dirección de un país. La democracia se vuelve un decorado: formalmente impecable, pero políticamente impotente frente a quienes poseen recursos, influencia y capacidad de veto. Es ahí donde la etiqueta de “liberal” empieza a sonar, para muchos, menos a garantía de derechos que a nombre propio de un orden oligárquico.

El modelo iliberal entra en escena precisamente para cuestionar ese equilibrio. Lo que propone, en esencia, es reforzar el poder de las mayorías políticas frente a aquellos centros de poder que no pasan por las urnas. El Estado, lejos de ser un mero árbitro neutral entre intereses privados, debe recuperar protagonismo como instrumento de la comunidad política. La soberanía nacional y popular no son reliquias del pasado, sino condiciones necesarias para que la democracia deje de ser un expediente retórico.

Quienes se acercan a este modelo no lo hacen, en general, movidos por un deseo de censura o represión, sino por la intuición de que sin capacidad de decisión colectiva no hay verdadera libertad. De poco sirve proclamar libertades en abstracto si, en la práctica, las mayorías están condenadas a aceptar como inevitables decisiones que afectan a su trabajo, su territorio, sus servicios públicos o su nivel de vida, porque han sido blindadas por tratados, por mercados o por instituciones que nadie ha elegido directamente.

Frente a ello, el modelo iliberal insiste en que las grandes orientaciones económicas, culturales y sociales deben volver a estar bajo control político. Eso implica, por ejemplo, regular monopolios y oligopolios sin complejos, limitar el poder de grupos mediáticos desproporcionados, revisar la dependencia de instancias externas en cuestiones estratégicas, o cuestionar privilegios fiscales y normativos de grandes actores económicos. Significa, en definitiva, aceptar que la democracia no se reduce a garantizar un catálogo de derechos individuales, sino que también pasa por redistribuir poder.

Por supuesto, de inmediato se agita la bandera del miedo: el iliberalismo sería la antesala del autoritarismo, la muerte del pluralismo, el fin de los contrapesos. Pero conviene preguntarse quiénes enarbolan con más virulencia ese discurso. Con frecuencia son aquellos que más se han beneficiado del estado de cosas actual, quienes temen perder capacidad de influencia si las mayorías retoman el control efectivo del rumbo político. No se trata tanto de que teman un ataque a las libertades, como de que teman una reforma de fondo del reparto de poder.

Se confunde deliberadamente la existencia de contrapesos con la existencia de poderes intocables. Una democracia saludable necesita límites al gobierno, sí, pero esos límites no pueden convertirse en una coraza para grupos que jamás han sido sometidos a elección. El modelo iliberal, en su mejor formulación, no aboga por abolir las garantías, sino por reorientarlas: que sirvan para proteger a la comunidad política en su conjunto, y no exclusivamente a quienes concentran riqueza e influencia.

También se acusa al iliberalismo de explotar identidades nacionales o culturales. Sin embargo, lo que pone sobre la mesa es que ningún proyecto democrático puede sostenerse indefinidamente si ignora las necesidades de pertenencia, de arraigo, de sentido compartido. La defensa de la identidad no tiene por qué ser un gesto excluyente; puede ser, más bien, una forma de afirmar que no todo está en venta y que las comunidades tienen derecho a decidir qué modelo social desean, incluso si eso choca con la lógica de la globalización desregulada.

Al final, el debate de fondo no es técnico, sino político. ¿Para quién funciona la democracia? ¿Para la mayoría social o para una minoría que ha aprendido a moverse con soltura entre bufetes de abogados, instituciones supranacionales y despachos de presión? ¿Es legítimo replantear el marco liberal cuando este ha dejado de garantizar igualdad de oportunidades y participación real? ¿O debemos aceptar como dogma un modelo que, en la práctica, se ha vuelto incapaz de frenar la concentración de poder y riqueza?

El auge del modelo iliberal, con sus luces y sombras, es ante todo un síntoma: el síntoma de que mucha gente ya no se siente representada por una democracia que percibe como gestionada desde arriba. Descalificar esta reacción como pura irracionalidad o como deriva autoritaria no resuelve nada; solo refuerza la sensación de distancia entre élites y ciudadanía.

Quizá ha llegado el momento de admitir que la democracia no se defiende congelando un modelo institucional concreto, sino preguntándonos una y otra vez quién decide, quién gana, quién pierde y quién queda fuera. En esa discusión, el modelo iliberal plantea una provocación necesaria: si la democracia liberal ha terminado al servicio de las clases oligárquicas, ¿no es legítimo explorar fórmulas políticas que devuelvan el poder a quienes, sobre el papel, siempre han sido los verdaderos soberanos: los ciudadanos comunes?

Juan Sergio Redondo Pacheco