La relación entre España y Marruecos en los últimos setenta años no puede entenderse como una serie de incidentes aislados, sino como un proceso continuo de presión, desgaste y avance sobre intereses españoles por parte de Rabat. Desde la guerra de Ifni en 1957-1958 hasta las más recientes crisis migratorias en Ceuta, pasando por la Marcha Verde de 1975, Marruecos ha desplegado una estrategia constante: combinar acciones militares o paramilitares con maniobras diplomáticas, propaganda y presión demográfica para obtener concesiones, sin necesidad de una guerra abierta.

La guerra de Ifni, conocida como la «guerra olvidada», se produjo apenas un año después de la constitución histórica de Marruecos. Con el pretexto de «recuperar territorios» supuestamente vinculados históricamente a su soberanía, algo absurdo ya que Marruecos hasta entonces no existía, Rabat impulsó al Ejército de Liberación Marroquí, una fuerza irregular que atacó posiciones españolas en Sidi Ifni y en el Sáhara Occidental. España, a pesar del veto estadounidense al armamento más efectivo y moderno, respondió con una operación militar convencional, movilizando tropas terrestres, apoyo aéreo y naval. La defensa de Sidi Ifni fue eficaz: la ciudad nunca cayó y el territorio se mantuvo bajo soberanía española hasta 1969. Sin embargo, el repliegue al núcleo urbano y la pérdida del control rural demostraron a Marruecos que la presión sostenida, acompañada de un relato nacionalista, podía desgastar la posición española sin necesidad de una victoria en el campo de batalla.

Aquel conflicto dejó una enseñanza estratégica para Rabat: la combinación de hostigamiento militar, diplomacia y explotación del contexto internacional daba frutos. Apenas dos décadas después, esa lección se perfeccionó en la Marcha Verde de 1975. El Sáhara Occidental, provincia española con un alto valor estratégico y económico por sus fosfatos y caladeros, era el nuevo objetivo. Tras un dictamen del Tribunal Internacional de Justicia que negaba la soberanía marroquí pero reconocía ciertos vínculos históricos, Hasán II convocó una «marcha pacífica» de civiles, que en realidad fue una operación de ocupación respaldada por logística y cobertura militar.

El 6 de noviembre, en torno a una decena de miles de personas cruzaron la frontera, mientras unidades del ejército marroquí tomaban posiciones estratégicas. España, con unos 20.000 soldados desplegados, tenía capacidad para repeler la incursión, pero recibió órdenes de no abrir fuego. El contexto geopolítico era decisivo: Estados Unidos y Francia, aliados de Marruecos en la Guerra Fría, presionaron para que España se retirase y dejara el camino libre a Rabat. El príncipe Juan Carlos, jefe de Estado en funciones, acabó aceptando todos los dictados y firmando los Acuerdos de Madrid, por los que España cedía la administración del territorio a Marruecos y Mauritania, incumpliendo el compromiso de celebrar un referéndum de autodeterminación.

Con el Sáhara en ocupación, Marruecos reforzó su convicción de que la presión no armada, bien dosificada, era un arma eficaz. La Marcha Verde fue, en definitiva, un ejercicio temprano de guerra híbrida: saturación demográfica, respaldo mediático internacional, protección militar y explotación de la debilidad política del adversario. Desde entonces esta fórmula se ha aplicado de forma recurrente contra España.

En las últimas décadas, el instrumento más eficaz de esta presión ha sido la inmigración. Marruecos no se limita a controlar sus fronteras; las gestiona como una válvula que abre o cierra según su agenda política. La llegada de inmigrantes subsaharianos es facilitada desde el origen por vuelos baratos de Royal Air Maroc, y una vez en Marruecos, muchos permanecen en campamentos bajo supervisión oficial. Cuando Rabat quiere presionar a España o a la Unión Europea, reduce la vigilancia en rutas hacia Ceuta, Melilla o Canarias. La crisis de Ceuta en mayo de 2021, con miles de personas cruzando la frontera en pocas horas tras un desencuentro diplomático, fue un ejemplo cristalino de este mecanismo.

Esta instrumentalización no se limita a los flujos subsaharianos. La propia diáspora marroquí en España -cientos de miles de personas- constituye para Rabat un recurso político. Marruecos mantiene una red de control sobre sus nacionales, fomenta asociaciones afines y financia mezquitas y centros culturales, que funcionan como centros de espionaje y refuerzan el vínculo identitario con el reino alauí. En momentos de tensión bilateral, no es raro que se promuevan movilizaciones o campañas mediáticas que tratan de influir en la opinión pública española.

La presión se extiende también al ámbito académico y cultural. La financiación de cátedras universitarias en España o de programas educativos en lengua árabe y cultura marroquí, presentados como gestos de cooperación, forman parte de una estrategia de influencia blanda. Estos instrumentos permiten a Rabat proyectar su narrativa histórica y política sobre generaciones de estudiantes, al tiempo que fortalecen su red de aliados en el ámbito intelectual y mediático.

Todas estas acciones -militares, migratorias, culturales- responden a una visión de largo plazo en la que Marruecos persigue objetivos constantes: consolidar el control sobre el Sáhara, desgastar la posición española en Ceuta y Melilla, y obtener ventajas económicas y políticas mediante la presión continuada. Y siempre el patrón se repite: hostigamiento calculado, respuesta tibia de España, y concesión final que refuerza la percepción marroquí de que la estrategia funciona. Por lo que el problema no está únicamente en la audacia de Rabat, sino en la pasividad y sumisión española. En 1957 España se defendió con las armas, pero al final aceptó un repliegue que debilitó su posición. En 1975 optó por una retirada política pese a tener superioridad militar en el terreno. En 2021, la reacción fue básicamente diplomática y humanitaria, sin medidas de carácter disuasorio. Esta pauta ha dejado claro a Marruecos que España prefiere evitar el conflicto incluso a costa de su soberanía efectiva.

Hoy se habla de una posible nueva Marcha Verde sobre Ceuta y Melilla, y no debemos tomarlo como una simple amenaza retórica. Marruecos tiene la experiencia, los recursos y el respaldo exterior para intentar una operación de presión híbrida que ponga a España contra las cuerdas. La única forma de neutralizar esa posibilidad es invertir lo expuesto: pasar de la reacción improvisada a una estrategia de Estado que combine firmeza militar, diplomacia activa y control del relato propagandístico. Desde Ifni hasta hoy Marruecos ha perfeccionado el arte de la presión contra España sin guerra formal. España, en cambio, no ha desarrollado una política sostenida para contrarrestarla. Todo lo expuesto nos demuestra que ante un vecino como el marroquí, que no renuncia a sus reclamaciones territoriales, bajar la guardia es sinónimo de perder terreno. Recordar esa secuencia histórica no es un ejercicio académico: es una advertencia para el presente.

Emmanuel Martínez Alcocer