En los últimos días, tres noticias aparentemente independientes han revelado, con meridiana claridad, el grado de penetración que Marruecos ha alcanzado en la política, la educación y las relaciones diplomáticas de España. Nos referimos, en concreto, a la decisión de la Comunidad de Madrid de suprimir el Programa de Lengua Árabe y Cultura Marroquí (PLACM) en sus escuelas públicas; a la financiación, por parte de la Embajada de Marruecos, de una cátedra universitaria en Córdoba bajo el título de Relaciones Hispano-Marroquíes; y a la carta enviada a Alberto Núñez Feijóo, líder del PP, en la que se le alienta encarecidamente a seguir la misma línea del presidente Sánchez respecto al Sáhara Occidental. Leídas por separado estas noticias podrían parecer anecdóticas, pero analizadas en conjunto muestran un patrón sistemático: una estrategia de influencia e injerencia por parte del Majzén en España.

Esta estrategia no es nueva, por supuesto, pero ha alcanzado en los últimos años un grado notable y creciente. Apoyándose en una combinación de diplomacia coercitiva, penetración cultural, instrumentalización migratoria y manipulación del discurso victimistaMarruecos no se limita a presionar desde fuera: actúa desde dentro de España, apoyándose en estructuras civiles, redes religiosas, plataformas educativas, movimientos asociativos y clanes económicos afines, en una estrategia híbrida –propia de la guerra irrestricta– que no utiliza tanques ni misiles, sino cartas, subvenciones, convenios y presiones inmigratorias y diplomáticas. Se trata de una forma de ocupación simbólica, institucional y social mucho más eficaz que cualquier maniobra militar, porque no levanta alarmas, ni genera respuesta proporcional por parte de la sociedad española ni de las instituciones del Estado. Las cuales parecen desarmadas, atadas por su debilidad estructural, y quizá también por la sumisión inconfesada al interés estratégico de EE.UU. y la OTAN, cada vez más volcados en consolidar un Marruecos fuerte y direccionado a sus diseños en el norte de África, incluso a costa de erosionar la posición española.

La retirada del PLACM en Madrid ha sido interpretada por Rabat como «un ataque al pluralismo educativo». Sin embargo, el verdadero problema no es la retirada del programa, sino que tal programa existiera en los términos en que fue aprobado en su inicio. La Fundación Hassan II, directamente vinculada al régimen marroquí, enviaba a profesores sin que las autoridades educativas españolas conocieran su cualificación, sin supervisión de contenidos, y sin garantías sobre el respeto a los valores culturales españoles (cosa esencial para la integración). Se trataba de un sistema de educación paralela bajo control extranjero, encubierto en nombre del pluralismo, pero funcional a los intereses marroquíes, que no quieren que los inmigrantes pierdan sus vínculos con Rabat. De modo que Marruecos respondió azuzando la narrativa de una España intolerante y represiva frente a las «expresiones culturales» de sus «ciudadanos marroquíes». La jugada es doble: por un lado se victimiza a Marruecos; por otro, se refuerza la cohesión de la comunidad marroquí en España bajo un ideario común, no hispánico ni europeo, sino islámico y alauita.

Algo similar ocurre con la financiación de la cátedra en la Universidad de Córdoba. Bajo el velo ideológico del intercambio académico y la cooperación cultural, podemos sospechar fácilmente que lo que Marruecos persigue es mucho más importante: ocupar el espacio de la supuesta hispanidad andalusí, apropiarse del supuesto «legado árabe» en España y consolidar una narrativa que presenta a Marruecos como el heredero natural del Al-Ándalus, y a España como tierra históricamente islamizada que debería volver a sus raíces. En definitiva, este tipo de acuerdos implica subvencionar el adoctrinamiento en favor de los intereses del régimen marroquí, modelando los contenidos y líneas de investigación, seleccionando a los académicos y asignando marcos doctrinales alineados con su política exterior y sus posiciones territoriales, incluida, por supuesto, su soberanía sobre el Sáhara Occidental.

La tercera noticia, la carta dirigida a Feijóo, completa la estrategia. La carta –que curiosamente coincide con el cierre de las aduanas en Ceuta y Melilla– no es una simple advertencia, es una forma de tutela. Marruecos quiere dejar claro que el Gobierno español no es soberano en la cuestión saharaui: la postura de Sánchez debe ser consolidada más allá de los cambios electorales. Quien no lo asuma que se atenga a los bloqueos comerciales, las crisis migratorias, las campañas mediáticas o las nuevas reivindicaciones territoriales: Ceuta, Melilla, Canarias… e incluso Andalucía. Porque Marruecos no actúa en el vacío. Su misma Constitución define la integridad del «Gran Marruecos» como horizonte legítimo, y su diplomacia no ha renunciado jamás a tales objetivos.

La debilidad de España frente a esta ofensiva es obscena. Atacada internamente por los nacionalismos secesionistas y fragmentada por políticas identitarias que niegan su propia tradición y realidad nacional, España deja huecos por los que Marruecos penetra. A ello se suma la complicidad, cuando no el colaboracionismo, de parte de la «izquierda» española –y hay que entrecomillar eso de izquierda– que justifica o minimiza cualquier acción beligerante de Rabat en nombre del multiculturalismo, el antirracismo o la cooperación. Sin ver –o sin querer ver– que lo que se está jugando no es una cuestión humanitaria, sino una operación política y un ataque a la soberanía. Pero también hay que señalar que el silencio de buena parte de la «derecha» –y también hay que entrecomillar eso de derecha– es otra forma de rendición: la que se produce por temor a la presión internacional, por la dependencia económica o por la obediencia estratégica al eje atlántico-israelí, que ha hacho de Marruecos el pivote fuerte de su política norteafricana.

Estas noticias no son casos aislados, sino muestras de la pérdida progresiva de soberanía española frente a una potencia que no actúa como aliada, sino como adversaria. Marruecos no está en guerra abierta con España, pero tampoco está en paz. Es una guerra asimétrica, híbrida, lenta y calculada. Una guerra que va ganando y que se da en las aulas, en los barrios, en los puertos y en los despachos, con recursos que no parecen agresivos, pero cuyas consecuencias son graves: transformación del paisaje sociocultural, degradación política, erosión institucional y desestabilización nacional.

Por eso la respuesta, si es que se da alguna, no puede limitarse a gestos puntuales. Requiere del fortalecimiento del Estado soberano, de la defensa de nuestros intereses, de controlar el territorio sin vacilaciones, y de recuperar la conciencia histórica de nuestra identidad hispánica (que no por casualidad se forjó contra el islam). Requiere, en definitiva, entender España desde la realidad actual y no desde las ensoñaciones humanitarias ni desde la sumisión a intereses ajenos. Y eso pasa por asumir que Marruecos no es un socio, sino un actor geopolítico que, como cualquier otro, juega en favor de sus intereses, y que ha hecho de la debilidad española su campo de expansión preferente.

Emmanuel Martínez Alcocer