El reguero de contagio y muerte que está dejando a su paso el avance de la epidemia de coronavirus nos asoma al abismo de un modo inexorable. La vanidad de una globalización rampante y siempre fructífera se desvanece ante un golpe de realidad que nos empuja hacia un escenario de hecatombe sanitaria y económica sin precedentes. Y a medida que este escenario se va dibujando, crece el temor por el desconcierto y la impotencia que apenas logran ocultar la mayoría de dirigentes de las sociedades políticas más desarrolladas. Esta crisis de proporciones aún ignotas va revelando asimismo la incapacidad de muchos para asimilar que Europa es una realidad artificiosa, una construcción impregnada de ideología y discursos grandilocuentes, que de poco vale cuando la realidad material se transforma de un modo tan abrupto, imponiendo su crudeza y desnudando la verdadera fragilidad de la vida del individuo. Y la prepotencia de quienes se creían inasequibles al desastre humanitario viviendo en la Europa del bienestar causa ahora sonrojo y se revela como un ejercicio de necedad.
En la Unión Europea, los distintos Estados soberanos, lejos de articular una respuesta conjunta ante la pandemia, tienden al repliegue, al cierre de fronteras, al control de la población y al dominio y supervisión de los recursos materiales necesarios para combatir el virus; se inclinan con poco disimulo hacia el ¡sálvese quien pueda! Queda así en entredicho nuevamente esa vieja receta de tintes orteguianos según la cual Europa es la solución; por cuanto resulta cada vez más palmario que esta Unión Europea, sin perjuicio de los beneficios derivados de la libre circulación de personas y bienes, del mercado común o de la moneda única, no constituye hoy en modo alguno una unidad política efectiva donde ampararse. A fuerza de discrepancias, suspicacias y reproches se va resquebrajando el pilar sobre el que supuestamente descansa la unidad de la eurozona; la «solidaridad» entre sus Estados miembros. Un pilar que no pasa de ser una noción confusa convertida en «valor compartido», «espíritu» o marchamo que acompaña a toda la retórica que exudan las instituciones de Bruselas, y sobre el cual solamente es posible pergeñar discursos cada vez más volátiles y distanciados de la realidad.
Con mejores o peores argumentos, el pasado jueves los gobiernos de España e Italia decidieron abandonar la mesa de negociación ante la negativa de Holanda y Alemania a poner en marcha un programa europeo que mutualizara la deuda mediante los denominados coronabonos, permitiendo de esta manera la entrada de fondos para aquellos países en peor coyuntura por la crisis del coronavirus. Al margen de discusiones teóricas para especialistas en el campo económico, sí es posible afirmar que esa cumbre sirvió para vislumbrar las trincheras europeas del presente, en las que se parapetan unos intereses nacionales que se antojan difícilmente conciliables. Es ésta una realidad inapelable que reduce a pura palabrería centenares de declaraciones cargadas de ampulosidad y buenas intenciones, como aquellas que hacía el propio presidente Juncker al anunciar la creación del Cuerpo Europeo de Solidaridad: «Tendemos a mostrarnos solidarios de forma más espontánea cuando nos enfrentamos a situaciones de emergencia» (Discurso sobre el estado de la Unión, 2016). En ese mismo sentido, la denominada «cláusula de solidaridad», introducida en el Artículo 222 del Título VII del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea, según la cual los socios europeos «actuarán conjuntamente con espíritu de solidaridad si un Estado miembro es objeto de un ataque terrorista o víctima de una catástrofe natural o de origen humano», no es sino otra muestra más de la oquedad de un discurso europeísta que se estrella contra la dura realidad. Así pues, en la idea de solidaridad, aunque substantivada y envuelta en un discurso lustroso, no se halla la unidad de Europa.
La falta de un principio común que cohesione y concierte toda la acción de las diversas partes de ese pretendido todo que llamamos Europa, hace imposible sostener la existencia de una unidad política efectiva; algo que la COVID19 se está encargando de mostrar a marchas forzadas. Por consiguiente, y aun si soslayamos las importantes diferencias lingüísticas, confesionales y de tradición que se dan entre las diferentes naciones del viejo continente, habrá que señalar que la unidad política de Europa es hoy acaso más un anhelo o un artilugio burocrático que una realidad efectiva. Y sin tal unidad fenoménica, tampoco cabe sostener la existencia de una identidad europea en la que reconocerse. Una identidad que sólo tendría pleno sentido si la Unión Europea alcanzara la condición de Estado unitario (nacional, si se prefiere), algo que resulta del todo incompatible con la realidad histórica y con la realidad presente de cada uno de sus Estados miembros. Tal vez esta colosal crisis que estamos padeciendo logre desenmascarar ese europeísmo cautivo de falsa conciencia política y prendado de la idea «sublime» de Europa con el que convivimos. Acaso una decisión que quepa tomar una vez se gane la partida al coronavirus sea un replanteamiento profundo de esa superestructura que es Europa. Pero mientras tanto, sin unidad ni identidad a escala europea en la que reconocernos, sólo queda dirigir nuestra mirada hacia los Estados nacionales; en nuestro caso, hacia España. Es ahí donde tenemos que librar la batalla.
Francisco Javier Fernández Curtiella. Doctor en Filosofía.