El factor fundamental de la previa ventaja económica alemana en la vida institucional de la Unión Europea es el Euro como moneda única y el momento en que se ha manifestado con más claridad la crisis financiera y posteriormente económica de 2008 en adelante. Partamos recordando que la existencia de una moneda única es un rasgo federal, pues una moneda representa políticamente el valor de una economía. En la Unión Europea sin embargo hay economías diferentes con un valor muy diferente. El sistema monetario europeo anterior a la entrada en vigor de la moneda única tuvo un carácter confederal. El Ecu era una moneda común, no una moneda única, y operaba como una cesta monetaria donde los valores de referencia dentro de una banda fluctuante tenían en cuenta el valor de las diferentes monedas en un sistema de proporcionalidad económica. Pero el Euro sí es una moneda única y resulta estar adaptada básicamente a las necesidades de la economía alemana. Hablamos en particular de la competitividad exterior, y de un tipo de cambio que refleja de modo relativamente fiel el valor de su economía. Decimos relativamente fiel porque el Euro está ligeramente subealuado en relación a la fortaleza del sistema productivo germano, y es esto lo que favorece sus exportaciones. Al estar solo ligeramente subevaluado se mantienen bajo control las importaciones y se sigue garantizando un fuerte poder de compra en las inversiones en el extranjero. Es cierto que los enormes excedentes comerciales alemanes se deben también a la cantidad y cantidad de sus producciones para la exportación pero es indiscutible que el valor de la moneda única se mueve siempre entre parámetros aproximadamente ventajosos. Para el resto de las economías sin embargo, incluida Francia, el euro es caro, está sobreevaluado y las consecuencias son las inversas de las que acabamos de describir para el caso alemán. El resultado global: un lento pero inexorable declive industrial europeo, en particular de las economías de todo el sur de Europa y la imposibilidad de renovación del tejido productivo de los países del antiguo bloque comunista.
Una opción alternativa aunque solo parcial para las economías que ven de este modo dificultadas sus exportaciones mundiales con un Euro caro y que no pueden devaluar su moneda para hacerla más competitiva sería el mercado interno europeo, si la Unión Europea actuase defendiendo el interés europeo en primer lugar. Pero la política comercial de la Unión Europea está orientada de manera dogmática y abstracta al llamado libre comercio, estrategia que es además funcional a las necesidades exportadoras alemanas en el contexto de la globalización económica. El problema no reside en la idea de libre cambio o libre comercio, que es positiva y revitalizadora en determinadas fases de la vida económica de un estado. El problema reside en la incapacidad actual de las élites europeas para adaptar la política comercial a las cambiantes necesidades de coyuntura económica por las que atraviesa el conjunto de los estados europeos y que requieren también fases de proteccionismo. Véanse los casos de Estados Unidos y Gran Bretaña que durante la historia dieron solidez a sus industrias nacionales integradas protegiéndolas durante largo tiempo. Proteccionismo y libre cambio son ambas opciones de economía política a usar por un Estado según convenga, no dogmas religiosos. Si se han abatido las barreras comerciales en el interior de la Unión Europea para construir el Mercado Interior Único no parece que tenga mucho sentido abatir al unísono de modo casi indiscriminado también las fronteras económicas y comerciales de la Unión hacia el exterior. Al haberse hecho así y no haber desarrollado una política inteligente de proteccionismo europeo hacia el exterior las industrias nacionales para las que el euro es caro pierden la opción que les quedaba: la demanda interna europea, encontrar salida en los mercados comunitarios. En la actualidad, muchas producciones nacionales europeas tienen grandes dificultades para exportar fuera de Europa y tienen que soportar al mismo tiempo en los mercados europeos, incluido el propio de cada estado miembro, la competencia desleal de producciones extranjeras.
La crisis de 2008, en este contexto monetario-industrial-comercial, acabó de poner de rodillas a las economías periféricas en relación al centro de gravedad económico alemán. El enorme ahorro que Alemania había conseguido atesorar fruto entre otros factores de su excedente comercial durante la primera fase de la moneda única le había convertido en el prestamista por excelencia dentro de la zona euro. Esta posición de acreedor ha dado después a Alemania un poderoso instrumento de presión política en la evolución de la construcción europea. Las dificultades financieras de muchas economías fuertemente endeudadas con la banca alemana han forzado a muchos estados miembros 1) a aplicar la política económica que Alemania dictaba, aunque les pusiera a medio plazo en mayores dificultades todavía y profundizara en su declive estructural, y 2) a apoyar en las instituciones europeas la orientación jurídico-constitucional preferida por los alemanes. “… O lo votas a favor o dejo que te arruines definitivamente a corto plazo…” A disyuntivas de este tenor, aunque expresadas en lenguaje diplomático, han debido enfrentarse los responsables políticos de muchos estados miembros entre 2009 y 2017. De esta manera Alemania ha ido consiguiendo el equilibrio perfecto: compatibilizar el aumento de su competitividad económica en detrimento del resto de Estados miembros y pese a ello convertirse en el arquitecto de la Unión Europea.
El diseño arquitectónico alemán para la Unión Europea en la vertiente económica por tanto consiste en ir debilitando las economías de sus posibles competidores en el interior del continente. Y conforme los aparatos industriales de dichos competidores van desapareciendo ir reciclándolos a bajo precio para establecer industrias auxiliares o accesorias subalternas donde subcontratar determinadas fases del proceso productivo industrial alemán, para lo cual la economía alemana se beneficia ya de ventajosas condiciones laborales y sociales para la deslocalización de plantas industriales en el espacio sin fronteras del Mercado Único. El caso de los países del centro y el este europeos es especialmente ilustrativo, pero no el único. El objetivo a medio y largo plazo parece ser el de imponer una férrea división del trabajo a nivel europeo, donde Alemania (y unos pocos países nucleados en torno a ella como Austria, Holanda y los países nórdicos) sean los protagonistas y/o los beneficiarios de la producción industrial, fabricando ellos o siendo propietarios de industrias a lo largo y ancho del continente. Francia recibirá algunas concesiones para no tenerla completamente en contra pero sí mantenerla en un estado de debilidad que le impida una verdadera oposición. Los demás Estados, sobre todo los del sur, se centrarían en actividades agrícolas, turísticas o de otro tipo pero siempre de menor valor añadido convirtiéndose básicamente en mercados de consumo subvencionados cuando fuera necesario para no generar inestabilidad política continental.
Describir no es juzgar ni valorar. Es mucho más descripción fáctica que valoración lo que hemos intentado hacer hasta el momento con este análisis geopolítico. Quien lo firma carece además de prejuicios antialemanes; más bien al contrario es un admirador de las numerosas virtudes del pueblo y la nación alemana. Sea lo que sea Europa desde el punto de vista político en el futuro el continente necesitará una Alemania fuerte y en plenitud de condiciones. Otra cosa es que la potencia y la salud del estado alemán existan en detrimento del resto de las naciones europeas. Sería este un enfoque que no corresponde a la historia de Europa ni al porvenir europeo. Si una parte de las élites alemanas está inmersa en este punto de vista hay que preguntarse si la responsabilidad no es también en buena medida del resto de los europeos al no ser capaces de hacer ver a aquellos que gobiernan al otro lado del Rin que la dominación duradera de una sola nación europea sobre el resto no es una opción aceptable ni viable. El día que en Europa se entienda esto habremos dado un paso de gigante. No pudo España cuando para dar respuesta a la Reforma protestante tuvo que intentar, casi por obligación, ser hegemónica en Europa. No pudo nunca Inglaterra, que a lo sumo intentó con dispar éxito durante siglos sembrar la división en el continente para impedir la hegemonía de cualquier otro y asegurarse así el dominio de los mares y las rutas comerciales. No lo logró Francia ni con Luis XIV ni con Napoleón y su brevísimo Imperio. Los intentos alemanes del II y III Reich arrojaron los resultados conocidos. Europa es diversidad y el carácter de los europeos no se ha prestado nunca a una sumisión secular, al menos desde que en Westfalia se inicia la era de los estados nación. Si Roma lo logró, ni lo que logró fue lo que hoy entendemos como dominio hegemónico (sino un Imperio en su más auténtico sentido etimológico-político) ni aquella época presentaba los rasgos políticos de la modernidad. La única unidad europea que puede concebirse se desplegará incluyendo en la ecuación la realidad de una intrínseca diversidad continental o no se desplegará nunca.
Parece una obviedad: unidad implica diversidad. En el caso Europeo es una obviedad mayor si cabe pero parece difícil de aceptar, con el desgaste interno que ello implica mientras los turcos trepan por las murallas de Constantinopla. Todo lo que no sea combinar en una síntesis inteligente -ese el arte de la política- unidad y diversidad, compromiso y libertad desembocará en un riesgo evidente de conflicto y fragmentación, algo que los europeos del siglo XXI, con los grandes de la geopolítica mundial enseñoreándose del planeta, no nos podemos permitir. El hecho de que Alemania haya alcanzado su unidad estatal a finales del siglo XIX, es decir, recientemente no debería confundir las ansias del joven estado alemán en pos de las aventuras hegemónicas de otros estados europeos dos, tres o cuatro siglos más tarde, sino entenderse como la oportunidad para pensar la germanidad y la europeidad de un modo innovador, propio de los desafíos del presente. Si es liderando como Alemania busca la potencia que le darían cinco millones de kilómetros cuadrados, quinientos millones de europeos y todo el potencial económico, científico e intelectual del continente, quizá el resto de los europeos debamos recordarle que el liderazgo, como cualquier forma de jefatura, implica no solo fuerza relativa sino autoridad moral. Una legítima auctoritas que se conquista y se disfruta asumiendo al mismo tiempo la responsabilidad de satisfacer el bien común. Liderar, esa es la responsabilidad que todos los europeos tenemos, hacia adentro y en el exterior. Alemanes o no, nuestros líderes solo lo serán si su mando se ejerce en beneficio del conjunto, no depredándolo.
Quizá Alemania dé su brazo a torcer en los próximos días con los llamados Coronabonos europeos, pero su orientación geopolítica global no da signos de haber cambiado. La gran crisis europea en ciernes, que no es sino la que ya existía hasta hace dos meses pero multiplicada exponencialmente repartirá de nuevo las cartas y los roles en el continente, eso es seguro. Se está abriendo una puerta y no sabemos que hay al otro lado. Una vez mas la Historia no tenía final, Fukuyama.
Jesús Pérez Anadón.
Profesor de Derecho Constitucional.