El día 17 de diciembre de 2020 se ha aprobado una proposición de ley por parte del PSOE de lo más polémica, y no podía dejar de serlo dado su contenido y sus objetivos. Se trata de la ley para la despenalización de la eutanasia. La discusión y la polarización, como cabía esperar, ha sido abundante. Y lo seguirá siendo. Pero hasta el momento no se ha podido ver una explicación y análisis adecuado a un tema tan complejo como este y que tiene tantas implicaciones éticas, morales y políticas; no se ha podido ver ni por parte de aquellos que la aprobaban ni por parte de aquellos que la discutían.

Y es que la eutanasia además de legal y médico requiere de un análisis filosófico. Porque para legislar sobre tal tema lo primero que hay que dejar bien claro es qué podemos entender por eutanasia.

Si nos atenemos a su sentido etimológico, la buena muerte, puede entenderse hay eutanasia en los casos en los que la muerte es una muerte sobrevenida. Es una buena muerte predicada, simplemente, y puede tener un carácter natural o violento. Una buena muerte sobrevenida natural puede ser aquella en la que alguien muere «porque le ha llegado la hora» pero muere «en paz», sin sufrimientos excesivos y rodeado «de los suyos» que le arropan en ese trance. Una buena muerte sobrevenida violenta se puede ejemplificar en aquellos casos en los que, por accidente o por un ataque de otro sujeto animal o humano, alguien muere pero, subjetivamente, «sin sufrir».

Cuando hablamos de una eutanasia no sobrevenida sino operada, provocada, la cosa ya cambia. Es la que se podría también llamar eutanasia clínica (ya sea administrada por médicos o personada facultadas para el caso). Una eutanasia que se suele dividir entre pasiva y activa, si bien desde aquí debemos impugnar dicha vaga distinción. Porque el acto de matar se puede cometer tanto por acción –en el acto de apuñalar a alguien, por ejemplo– como por omisión –privándole de socorro, por ejemplo–, y en ambos casos el acto de matar sigue siendo matar. Es más preciso distinguir entre una eutanasia clínica primaria y secundaria.

La eutanasia clínica primaria es aquella en la que su aplicación lo que busca es «librar de la muerte» a una persona terminal, que tiene una muerte segura y quizá con gran padecimiento. Aquí hablamos de un tipo de eutanasia que, con ley o sin ley –lo que haría a esta innecesaria–, ya podríamos ver ejecutándose en muchas ocasiones en los hospitales. Se sabe que cuando determinados sujetos están moribundos y son sedados, mueren. Aquí, como en la eutanasia en general, la casuística es tremenda, y no es posible ni conveniente establecer juicios éticos generales. Si entendemos los actos éticos como aquellos que están encaminados a mantener la integridad orgánica y la firmeza de los sujetos humanos, los casos de eutanasia clínica primaria pueden considerarse antiéticos –y sabemos que la ética es una de las banderas que enarbola todo buen demócrata–. Pero, como decimos, son muchísimos los factores a tener en cuenta en cada caso y puede que se den situaciones en las que, a pesar de ser contraria a la ética, la operación eutanásica esté justificada desde un punto de vista moral o político: para aliviar el peso a la familia del moribundo, que ya no puede más, por ejemplo, o por unos gastos médicos que no puedan ser soportados. Queremos decir: pueden darse casos terminales en los que la aplicación de la eutanasia no sea ética, pero también puede suceder que, al mismo tiempo, que tampoco sea ético dejar de aplicarla. Aquí habría que recurrir a justificaciones morales o jurídicas, ya que cuando es seguro que la firmeza del sujeto que padece no se puede mantener es muy difícil determinar el límite ético.

Como decimos, y con las distinciones que muy apresuradamente estamos haciendo, nunca han de establecerse principios o juicios generales pretendidamente válidos para todos los casos. Hay que tener muy en cuenta la variadísima casuística. Pero lo que sí que no se puede hacer nunca es justificar este tipo de eutanasia, por ejemplo, por el dolor que está padeciendo la persona moribunda. Porque ese dolor, aunque sea extremo, siempre podrá ser eliminado farmacológica o incluso quirúrgicamente. En estos casos lo que una sociedad avanzada debe hacer no es matar a esas personas, sino investigar médica y científicamente terapias, fármacos o cirugías que permitan a las personas en estos casos «morir en paz» y sin el llamado ensañamiento terapéutico. Y, a colación de esto, tampoco es admisible alegar compasión para administrar la muerte a una persona moribunda. El acto ético aquí sería mantener la firmeza de esa persona todo lo posible, porque esa compasión más que con la persona moribunda se estaría aplicando con aquellos que la están aliviando de la muerte, aliviándose también ellos de la misma. Pero, como decimos, hay muchos casos en los que el juicio ético es borroso y la operación eutanásica no del todo discutible.

La eutanasia clínica secundaria seguramente sea, y con razón, la que mayor polémica genera y en la que piensan muchos en este debate. Es aquella eutanasia que busca «librar de la vida» a los sujetos en cuestión. Es decir, es la eutanasia aplicada a aquellos sujetos que no corren peligro de muerte biológica aunque padecen enfermedades o lesiones que causan grandes sufrimientos, dolores y padecimientos crónicos. Son sujetos que por su padecimiento o enfermedad han perdido la firmeza –han entrado en una depresión profunda, por ejemplo–, pero su vida orgánica no corre peligro. Un ejemplo usual para este tipo de eutanasia son los pacientes de ELA o personas tetrapléjicas.

Y no hay que negar los profundos dolores y sufrimientos que estas personas puedan experimentar, por supuesto. Pero, como comentábamos hace un momento, una sociedad avanzada y moral e ideológicamente sana, nunca mejor dicho, en ningún caso debe proceder a operar la muerte a estas personas. Esto simple y llanamente sería quitarse una molestia de en medio. Una sociedad avanzada y sana moralmente debe destinar todos los recursos necesarios en todos los campos necesarios para el desarrollo de terapias, fármacos y cirugías que permitan a dichas personas recuperar su firmeza, en lugar de legislar por compasión, y en contra de la ética –incluso en contra de la ética democrática–, para que estas personas «alivien su sufrimiento» con la muerte.

Pongamos como ejemplo a las personas con la enfermedad del ELA. Hay muchos enfermos de ELA que tienen un deseo de vivir, una firmeza, fuera de toda duda a pesar de todas las dificultades y sinsabores que esta enfermedad provoca. Y que incluso pueden desarrollar una vida que, con sus limitaciones, les resulta satisfactoria. Hay otros, sin embargo, que caen en profundas depresiones y carecen de firmeza ética. ¿Qué debe hacer su entorno y su sociedad, compadecerse y matarlos por compasión –eutanasia clínica secundaria– o buscar todas las maneras posibles y hacer todos los esfuerzos posibles por recuperar su firmeza? A nuestro juicio, la segunda opción. Y es que el deber ético de los que rodean a esos enfermos es, por generosidad, buscar los medios para que los enfermos recuperen su firmeza.

Decimos esto siempre sin pretender dar a entender que estas distinciones y precisiones se hacen suponiendo que la vida sea un valor absoluto o el mayor de los valores o, ya puestos en la trascendencia, un don dado por una divinidad. Porque la vida si tiene valor o no lo tiene por sus contenidos, no por sí misma. Y puede que merezca la pena vivir, por ejemplo, siempre que quede al menos un grado de libertad y que la lucha por la libertad sea lo que dé sentido a una vida, no la vida por sí misma. Son las acciones de los individuos las que dan valor o no a su vida –pudiendo llegarse al caso en que esas acciones sean tales que hayan quitado todo valor a esa vida y que esta, ahora sí por generosidad, pueda suprimirse mediante otro tipo de eutanasia, la eutanasia procesal–, dicho valor no se presupone.

Por otro lado, como ya hemos dicho, aludir en estos casos a la eutanasia por cuestiones de compasión, sobre todo a la hora de legislar, es sumamente peligroso e indeterminado. Porque hay que hilar finísimo y tener en cuenta muchos factores. Y eso cuando esa compasión no se refleje tanto en los propios enfermos cuanto en aquellos que les rodean. Porque también hay que tener en cuenta que la conciencia de cada cual no se moldea individualmente, subjetivamente, sino que los demás también influyen en el desarrollo de la conciencia personal, y se puede influir para potenciar la firmeza o para disminuirla.

Desde DENAES, siempre preocupada por la firmeza de los españoles y de la «salud» moral de la nación, queremos ofrecer a los españoles esta sucinta clasificación y estas precisiones sobre la eutanasia que, al menos, puedan servir para encaminar mínimamente los juicios que cada español, previo conocimiento de la ley, ha de formarse.

 

Emmanuel Martínez Alcocer