Tal día como hoy, un 13 de julio de 1936, España cruzó un umbral fatídico. El asesinato de José Calvo Sotelo, líder de la oposición y del bloque nacional a manos de miembros de las fuerzas de seguridad del Estado y milicianos vinculados al Frente Popular. No fue sólo un crimen político: fue el clímax de una deriva violenta que anunciaba el inminente colapso del sistema republicano. El crimen marcó un punto de inflexión, tanto en la percepción de la derecha como en el desarrollo de los acontecimientos que, apenas cinco días después, desembocarían en la sublevación militar del 18 de julio y en el inicio de la Guerra Civil.
Calvo Sotelo, quien ya había destacado como uno de los ministros más eficientes de la dictadura primorriverista, se convertiría por derecho propio en el líder de la oposición conservadora en el último tramo del periodo republicano y en una de las voces más vehementes contra el gobierno del Frente Popular. Su elocuencia parlamentaria, su defensa de una España católica y unida, y su denuncia constante de la radicalización de las instituciones le valieron tanto admiradores como enemigos acérrimos, caso de la comunista Dolores Ibarruri “La Pasionaria” o los socialistas Indalecio Prieto, Ángel Galarza y Largo Caballero. Pero lo que hace su asesinato aún más grave no es solo la figura del asesinado, sino la naturaleza del acto y su contexto político.
Desde las elecciones de febrero de 1936, ganadas por una estrecha mayoría por el Frente Popular, España vivía sumida en una espiral de violencia política, ataques a iglesias, ocupaciones de tierras, y una creciente polarización social. Las fuerzas del orden, cada vez más infiltradas por elementos revolucionarios, ejemplo de ello serían personajes tan estrechamente vinculados a este crimen, como el teniente de la Guardia de Asalto José Castillo o el capitán de la Guardia Civil Fernando Condés, actuaban con parcialidad o eran directamente superadas por grupos armados vinculados a partidos y sindicatos. En este clima de impunidad, el asesinato de Calvo Sotelo no fue un hecho aislado: fue el síntoma final de una descomposición institucional que hacía inviable la convivencia democrática dentro del régimen republicano.
La responsabilidad del gobierno de Casares Quiroga en este crimen, ya fuera por acción u omisión, resulta difícil de eludir. Que agentes de la Guardia de Asalto, acompañados por milicianos socialistas, secuestraran y ejecutaran a un diputado con total impunidad, es un escándalo de tal magnitud que difícilmente puede relativizarse. La falta de una reacción firme por parte del ejecutivo, la ausencia de dimisiones, y la negativa a esclarecer los hechos alimentaron la percepción —sobre todo en los sectores conservadores y militares— de que la legalidad republicana había sido vaciada de contenido.
Muchos historiadores han debatido si el crimen de Calvo Sotelo fue la causa directa del levantamiento militar. Lo cierto es que para gran parte de la derecha de aquel periodo, este asesinato representó la prueba definitiva de que la convivencia con el Frente Popular era imposible. Para cualquiera que se identificará con la ideología conservadora, ya no se trataba sólo de una lucha política, sino de mera supervivencia.
Revisar hoy, 89 años después, el asesinato de Calvo Sotelo es un ejercicio necesario para comprender cómo las democracias mueren no solo por golpes militares, sino también por la erosión de la legalidad desde dentro, por la normalización del odio y el sectarismo político, la cosificación del adversario y la justificación de la violencia contra quien se opone con la palabra al poder constituido. Su muerte fue el último disparo de un orden que se desmoronaba y el primero que preludiaba la oscuridad de una guerra especialmente destructiva.
Recordar la efeméride de este crimen es necesidad, una seria advertencia sobre los riesgos de cruzar líneas que, una vez traspasadas, rara vez permiten el regreso.
Juan Sergio Redondo Pacheco