Nos hemos acostumbrado a que los representantes del pueblo español mientan sin piedad en el seno de la soberanía popular. Tanto lo hemos visto repetido, contrastado y confirmado, que para todos es algo tan natural como la consecución de los días y las noches. Siempre he sido partidario de la penalización de esta iniquidad, pero hoy en día pienso que es más necesaria que nunca. Ningún pueblo debería permitir mentir a sus líderes en un parlamento, esto en sí mismo debería contemplarse como un acto de traición a la patria y como tal debería castigarse en el código penal. Si así fuera, evitaríamos que el sátrapa de turno se sintiera invulnerable, con capacidad de proseguir ascendiendo sin limitaciones morales o legales que lo contengan.

De la mentira desabrida y sin complejos, hemos pasado a los grandes experimentos de adoctrinamiento y manipulación social a gran escala, con ello han conseguido domesticar a una generación entera para conformarse con lo que venga. Y esto es lo que ha venido, terroristas en las listas electorales, pactos de estado con asesinos condenados, comunismo feroz excarcelando violadores y la mayor decadencia económica que ha vivido la clase media española desde la transición. Esa es la norma, no son todos, pero si son mayoría, entre los que perpetran y los que dejan perpetrar, casi no queda sitio en nuestro espectro político para ser honesto. Por eso al que lo intenta hay que cercenarlo antes de que el pueblo se de cuenta y se extienda el virus de la decencia. 52 contadas excepciones son un peligro que el bipartidismo no puede permitirse. La integridad puede acabar con el poder omnímodo del sátrapa y el enorme trabajo de ingeniería social acometido tan exitosamente durante años por unos y otros. No pasa nada, tienen a la televisión, las grandes plataformas de contenidos, las RRSS, todo un ingente aparato mediático subvencionado al servicio de la causa.

Mientras el pueblo se resigna la indignidad va calando. Los valores desaparecen, la cultura del esfuerzo se relega a libros de historia manipulados, al tiempo que nuestra juventud abandona toda esperanza de prosperidad. El conformismo es el pienso con el que los próceres alimentan el espíritu del pueblo. Alguna paguita, un puesto en cualquier administración poco remunerado, la manutención sostenida durante décadas por unos padres que ven con preocupación que el futuro de su prole no existe. Una juventud que no encuentra un vado para cruzar el río, a la que han acostumbrado a sentarse a mirar como corre el agua. Esa es la sopa que los indignos nos cocinan y que la mayoría se come para matar el hambre, que es lo único que va a quedar en este país cuando muera la generación del baby boom. Hambre.

A estos, a los indignos, a todos ellos, hay que arrancarlos de raíz como lo que son, mala hierva que destruye la cosecha. La cosecha que no estudia, aunque jamás haya habido un porcentaje mayor de universitarios, que no es bueno hacer que se esfuercen. La cosecha que no trabaja, porque con las titulaciones que obtienen, no es digno trabajar en cualquier cosa. La cosecha que vive de la mamela paterna, porque lo poco que ganan se lo gastan en viajar, en ropa de marca o en salir a comer como si fueran exitosos empresarios. Nuestra generación tiene la vida más o menos resuelta ¿pero que será de este país con jóvenes sin futuro? Un país sin futuro solo para mantener a unos indignos en el poder.

No lo podemos consentir, tenemos que revelarnos ante tanta indignidad. No es tiempo ya de charlas de café, en las que la crítica sea la mayor contribución a la patria. Por nuestros hijos, por nuestra dignidad, por las pensiones, da igual lo que mueva la conciencia de cada individuo. Llegó el tiempo de alzar la voz contra esta progresía que atormenta nuestro presente y aniquila el futuro más cercano. Una sola exigencia en la garganta de todos, honestidad. Con eso será suficiente, no necesitamos revoluciones bolcheviques, ni montar una tienda de Ikea en la luna. Solo tenemos que mirar al mentiroso a la cara y echarlo de nuestras instituciones. Vocear a los cuatro vientos que estamos tan hastiados como asqueados de las mil y una corruptelas grandes o pequeñas, de los contratos a los afines y las subvenciones a la causa. Que la mentira solo puede pagarse con la muerte política, o con la cárcel si es el caso, pero que no vamos a dejar pasar un solo día más. Utilicemos la mayor de las armas que nos otorgamos a nosotros mismos al aprobar nuestra constitución. No quiero citar la tan manida frase de Kennedy, pero por una vez dejemos el pesebre y hagámonos responsables de nuestro futuro. Como lo hicieron antes otros hombres íntegros, que en la transición bebieron de cálices impensables, todo por amor a su país y por el bienestar de este, que es el de todos.

Que 20 años no es nada, como dice Gardel, y de aquí a entonces no nos quedan ni los muebles.

Raúl Morales