Hay fechas que pasan inadvertidas y ese 22 de abril de hace ya 296 años es una de ellas. El paso inexorable del tiempo y la falta de interés por conservar nuestra memoria colectiva han borrado la huella, marcada a sangre y fuego, de la gesta realizada por varias generaciones de ceutíes, abuelos, padres e hijos, que lucharon hasta la extenuación por conservar este reducto de españolidad en tierra norteafricana.

Los ceutíes se aprestaban a abandonar un convulso siglo XVII, en el que unánimemente habían mostrado su fidelidad a Felipe IV tras la separación de las coronas de España y Portugal en 1640, cuando se vieron inmersos en el mayor de los desafíos que, a esa decisión de querer seguir siendo españoles, le planteó la joven dinastía marroquí de los alauitas. Una monarquía encabezada por un impetuoso Sultán, Muley Ismail, que acababa de someter a la mayor parte de las tribus del Magreb occidental, unificando el territorio y creando con ello el nuevo reino de Marruecos.   

El año de 1694 marcaría el inicio del calvario que en las tres décadas siguientes padecieron quienes por aquellos largos años habitaron la ciudad. Ese año hizo acto de presencia frente a sus murallas un colosal ejército, comandado por el gobernador Ali ben Abdalá, totalmente decidido a poner fin a la presencia hispana en el territorio. Las huestes del sultán, rápidamente tomaron el control de las zonas colindantes al recinto fortificado, levantando campamentos y preparando el terreno para establecer un largo asedio.

Las peticiones de ayuda a la corte de Madrid por parte del gobernador de Ceuta, dieron resultado y rápidamente se enviaron refuerzos desde la Península, que permitieron contener la primera embestida de las fuerzas marroquíes, y retener el control del recinto amurallado, no sin gran esfuerzo. El momento más comprometido del sitio se dio al año siguiente, cuando en 1695, los sitiadores conquistaron la plaza de armas del conjunto defensivo fortificado, llegando hasta las puertas de la ciudad, que gracias al sistema de puentes levadizos sobre el foso navegable, pudo resistir la intentona y organizar el contraataque con el que se retomaron las posiciones perdidas.

El inicio de la guerra de sucesión española complicará aún más la situación, pues al conflicto en suelo peninsular, se le unirá la inestabilidad en el Estrecho de Gibraltar, comprometiendo la llegada de pertrechos a la ciudad asediada y tras la pérdida de Gibraltar a manos de los ingleses, posibilitando que estos últimos reforzaran al ejército sitiador, mejorando sus capacidades artilleras.

La situación de los asediados empeoraba progresivamente y, dadas las circunstancias, los pronósticos sobre su defensa no podían presentarse más aciagos. Aún así Ceuta, mostró una determinación enfática por sobreponerse a la adversidad y defender a cualquier precio su españolidad, no ya solo de los sitiadores marroquíes, sino también de una Inglaterra amenazante que tras la guerra sucesoria hispana se había aposentado en las aguas del Estrecho.

La ciudad se acostumbró al asedio, a la destrucción, a los ataques y contraataques, a los sobresaltos y bombardeos. Durante las dos décadas siguientes al inicio del sitio, los ceutíes sufrieron, padecieron y murieron por defender su españolidad, en la esperanza de ser en algún momento socorridos. Hecho que se produjo a principios del mes de noviembre de 1720, cuando una flota al mando de Don Juan Francisco de Bette, Marqués de Lede, un flamenco al servicio de Felipe V que regresaba de las campañas italianas contra la cuádruple alianza, fondeó sobre las costas de Ceuta, desembarcando un ejército de más de quince mil soldados que rápidamente se empleó a fondo para desalojar exitosamente a las fuerzas sitiadoras, expulsándolas de las inmediaciones de la ciudad y empujándolas hacía las plazas marroquíes de Tánger y Tetuán.

Incluso ahora podemos imaginar y sentir el entusiasmo de los sitiados al verse liberados y – a pesar de las penurias sufridas – victoriosos en su empeño defensivo. La alegría no duró mucho, el desgaste, la destrucción y la masiva presencia humana en la ciudad, pronto atrajo a un nuevo enemigo tan eficaz como silencioso, la peste, enfermedad que diezmó a una población exhausta, obligó a detener las operaciones militares y a evacuar de la ciudad a la mayor parte de las fuerzas desplegadas.

Ante las noticias de la salida del ejército de socorro, volvieron los sitiadores, aunque la pérdida del ímpetu belicoso de un Muley Ismail enfermo, frustrado y envejecido y la creciente inestabilidad política de su reino debido a las pugnas de sus herederos por la sucesión, hizo que el intento por retomar el sitio se fuera diluyendo y apagando definitivamente con la muerte del Sultán. Será el 22 de abril de 1727 cuando una expedición de reconocimiento comprobó que los marroquíes se habían marchado, dándose oficialmente por finalizado el asedio más largo de la historia de Ceuta.

Hoy como ayer debemos rendir honores a quienes nos precedieron en la defensa de una Ceuta española. Nuestra identidad, cultura y tradiciones hispanas son el resultado de aquella gesta realizada por un pueblo que no se resignó a ser vencido. La historia nos enseña el camino y una vez más los ceutíes nos aferramos a ella en la defensa de lo que fuimos, somos y pretendemos seguir siendo.

Juan Sergio Redondo Pacheco

Doctor en Historia. Fundación Denaes