El gobierno zanja toda especulación sobre el mantenimiento de posesiones españolas en el Pacífico, titulaba Europa Press en 2014 en respuesta parlamentaria al diputado de Amaiur, Jon Iñarritu. Sí, de Amaiur.
El Presidente del Gobierno de entonces, cuyo apodo se ganó a pulso, no tardó en negar la mayor y se apresuró a cerrar tajantemente el asunto para, tal vez, no abrir un conflicto diplomático con alguna nación insular pacífica o para no despertar algún tipo de sentimiento nacional. Total, que en 2020 todavía no sabemos si el líder de la derecha española de antaño subía o bajaba la escalera.
Rápidamente, ese tipo de expertos que están en boca de todos en la actualidad, corrieron raudos a crear “interpretaciones lógicas” del Tratado hispano-germano, tanto de 1895 como de 1899. Se buceó en actas del Consejo de Ministros, donde se discutió el tema allá por el año 1949, en base al trabajo del catedrático del CSIC Emilio Pastor y Santos. El tema tuvo poco recorrido ya que, por entonces, España estaba aislada de la comunidad internacional, fuera de la ONU y en pleno período que mi abuela llamaba “la hambre”. No era el momento.
Sin embargo, Internet recogió el testigo y, tal como cuenta Francisco Polo en su blog, llegó a contactar con la Universidad de Guam, por si quedaba algo en los archivos que certificara que, por allí, algo nos quedaba. En mi modesta opinión, es como preguntarle al portero del Arco del Triunfo de París que por qué está ahí escrito el pueblo de Bailén. No van a tomarte en serio. Dicen que la historia la escriben los vencedores. Los españoles la subcontratamos.
Esos supuestos territorios son harto difíciles de encontrar. Al haber pasado por diferentes manos en los últimos cien años y por los cambios de toponimia, hacen que sea una tarea complicada localizar esas islas, islotes y atolones en los mapas actuales. La teoría se basa en que las islas Güedes, Coroa, Pescadores y Ocea, distribuidas por las Carolinas y Marshall, Palau y Micronesia, quedaron fuera de los diferentes tratados con Alemania y Estados Unidos nunca hizo posesión de ellas. Tampoco fueron incluidas en el tratado de París de 1898.
La explicación a este “traspapele” es que el Imperio Hispánico fue tan vasto en su extensión y tan cambiante que era muy difícil inventariarlo con las tecnologías de entonces. Si añadimos a los políticos de esa época, una élite mediocre en retirada, no nos extrañe que algo se quedara en el camino.
Parecía que las esperanzas de encontrar un Imperio perdido se difuminaban entre las brumas polinésicas pero, por estas casualidades de la vida, allá por 2017, en uno de mis viajes a la pérfida Albión, hallé la respuesta.
Visitando un búnker de la Segunda Guerra Mundial –que de momento omitiré porque conozco bien a los ingleses– y llegando a la sala de operaciones, intacta tras el final de la guerra, pude observar en el mapa de la campaña pacífica tres plazas de soberanía española. Tal y como atestiguaba la leyenda de dicho mapa, estaban repartidas a lo largo del inmenso océano para que la flota de portaviones de retaguardia de Su Majestad, en los últimos estertores de la contienda mundial, tuviera el debido cuidado para con los territorios de una potencia neutral, de la misma forma que hizo Truman con nuestro protectorado de Marruecos durante los desembarcos en el norte de África.
Ante mí, tenía un mapa de una potencia extranjera donde se reconocían, en pleno agosto de 1945, territorios españoles en el Océano Pacífico que el propio gobierno español habría perdido y olvidado cincuenta años atrás. Mapa del que el propio Winston Churchill se servía a diario para conocer las últimas novedades de la campaña del Pacífico.
En ese momento concluí que, para buscar algo valioso perdido en el tiempo, sólo tienes que preguntar a aquél que siempre lo codició.
Julio Martín Aradilla