El doctor Pedro Sánchez le confesó al periodista Antonio García Ferreras, ese que todavía le tiene que explicar a los españoles cuáles fueron las tres fuentes de lucha antiterrorista que le revelaron a la Cadena SER la presencia de yihadistas suicidas con «tres capas de calzoncillos» dentro de los trenes del 11M, que no podría dormir teniendo en el gobierno al hijo de frapero Pablo Manuel Iglesias Turrión. Ni él ni «el 95% de los españoles, incluidos votantes de Unidas Podemos».
El 13 de enero de 2020, con la jura del cargo ante el Rey en la Zarzuela, Sánchez, de manera no excesivamente sorprendente ya que es una práctica habitual del personaje, incumplió su palabra y así se formó el primer gobierno de coalición del Régimen del 78 entre el PSOE y Unidas Podemos, que de repente ya no le producía desvelos al presidente, con ni más ni menos que 22 ministros (dos equipos de fútbol: 11 ministros y 11 ministras).
No obstante, no es el primer gobierno con más ministros del régimen coronado, partitocrático y autonómico, pues el tercer gobierno de Suárez aún tuvo más ministros: 24. Y tampoco se trata del primer gobierno con el mismo número de ministros y ministras, pues así se compuso el segundo gobierno de Zapatero, el gran referente de los coalicionados. Sánchez tiene mucho de ZP, y no digamos Iglesias Turrión, el cual mantiene magníficas relaciones con el ex presidente de la Memoria Histórica y la Alianza de las Civilizaciones y ahora el mejor amigo del chavismo-madurismo (frente a Felipe González, que «tiene el pasado manchado de cal viva»).
En rigor son varios grupos los que componen el Gobierno. No se trata sólo del PSOE y Podemos, sino también del este año centenario viejo topo PCE con Alberto Garzón (dentro de la coalición aún a duras penas existente de Izquierda Unida), y el PSC, que es de donde vino «Salvador» Illa para cumplir con la cuota catalana en un ministerio que, en principio, no iba a ser importante porque, entre otras cosas, sus competencias estaban prácticamente todas transferidas a los gobiernos autonómicos. Ahora, un año pandémico después, Illa retorna al PSC para presentarse a las elecciones de Cataluña que, con permiso de la evolución de los casos de COVID, se celebrarán el próximo 14 de febrero, con la aquiescencia de San Valentín (que no de San Jordi). Tal vez su traslado no sea una recompensa por su nefasta gestión junto al no doctor Fernando Simón en la crisis del COVID-19, y es posible que su huida a Cataluña como candidato para presidir la Generalidad sea una forma disimulada de defenestrarlo. Sin duda ha sido el peor ministro de Sanidad en el peor momento de la salud pública española en nuestro tiempo (dentro del peor gobierno en la más temida coyuntura).
El 21 de enero el Gobierno declaraba la «emergencia climática», cuando ya el coronavirus estaba funcionando y el CNI en China, a través de Beatriz Méndez de Vigo, hermana del portavoz del gobierno de Rajoy y manifiestamente mejorable ministro de Educación, había avisado que lo que venía del Imperio del Centro no era ninguna broma y había que estar alerta. Pero el Ejecutivo, un gobierno teoreticista volcado en la propaganda e inútil en la gestión, como si se desconectase de los problemas reales que verdaderamente preocupan a la ciudadanía, pulsó el botón de la emergencia climática y de la «alerta antifascista» (en realidad sería «alerta fascista»). Y así el virus campó a sus anchas sobre la piel del toro, haciendo más estragos que en ningún país de nuestro entorno.
Lógicamente, la emergencia sanitaria eclipsó por completo a la emergencia climática, pero para que se llegase a esto había que celebrar antes las manifestaciones por toda España del 8 de marzo, y por eso no había que alarmar sobre el virus de Wuhan, sino tranquilizar a las masas («sólo es una gripe», «tenemos la mejor sanidad del mundo», «el machimo mata más que el coronavirus», «conspiranoicos») y alentarlas a que se manifestasen no ya por la igualdad de derechos entre hombres y mujeres (cosa que es una realidad en España mucho antes de que la existencia de este gobierno siquiera se pensase), sino por la globalista y aberrante ideología de género, que terminaría ganándole la partida, con Irene Montero a la cabeza de el del moño (ya que es «la mujer de»), al feminismo más clásico aunque ramplón y vacío de Carmen Calvo, la egabrense vicepresidente que también compite con Montero en dejar perlas jugosísimas, a cada cual más surrealista, que hacen las delicias de los aficionados y adictos a las hemerotecas. En sólo un año juntas nos han dado muchas tardes de gloria, y las que nos quedan para nuestra malaventura.
Justo cuando el Ejecutivo cumple un año, con la tercera ola de coronavirus al acecho, la emergencia climática del calentamiento global (que más bien es el calentamiento globalista) ha quedado eclipsada por la borrasca Filomena, que con sus nieves ha enfriado el calentón y ha pillado una vez más al Gobierno sin previsión y en su estado natural de improvisación. Recuerden la que le cayó a Rajoy en enero de 2018 a causa de un temporal semejante.
Posiblemente este gobierno es el peor en 80 años, o tal vez en 800 años u 8.000; y si lo observamos con rigor lo más probable es que estemos padeciendo el peor gobierno de la historia de España, o al menos el que contiene más inútiles y más tarugos solemnes en sus filas, en las que cansinamente toda extravagancia y esnobismo es manipulado y tergiversado como lo políticamente correcto. Pero en el Ejecutivo están encantados de conocerse, y seguirían así no sólo un año más, o los tres que quedarían de legislatura, sino hasta 2030 o 2050, o hasta el infinito y más allá: en un sistema de «gobernanza mundial». Y más aún con Biden sentado de momento en el Despacho Oval, hasta que lo sustituya la Kamala, cosa que casi todo el mundo da por hecha. A no ser que de aquí al día 20 tengamos días convulsos a la otra orilla del Atlántico de consecuencias sin duda trascendentales.
Francamente hay que reconocer que ha sido un año de gobierno de progreso, pero el progreso en general es una idea metafísica (tanto como el Punto Omega o el Espíritu Absoluto), y para evitar la oscuridad y la confusión hay que dar el parámetro, y éste en este caso es el progreso hacia la ruina. Ese es el balance de un año de disparates, imprudencias, prepotencia, complicidad con los separatistas y de fiel y babosa complacencia hacia sus amos globalistas.
Daniel López. Doctor en Filosofía.