En los primeros días del año que acabamos de iniciar, los españoles fuimos testigos del debate de investidura de Pedro Sánchez Pérez-Castejón, a la sazón investido como presidente del gobierno. Gobierno compuesto por 22 ministros y que no puede retratar de mejor forma el proceso de desintegración al que parece estar abocada España. En un análisis inicial esto puede parecernos paradójico, ya que el actual gobierno español aglutina precisamente a la mayor parte de los partidos cuya finalidad es terminar con nuestra Nación Política. En realidad, no tiene nada de paradójico, ya que nos encontramos ante una fase más del proceso de descomposición de España, nada casual, iniciado allá en los albores de nuestra transición.
Volvamos al debate de investidura, en el que estas fuerzas parlamentarias y sus socios (necesarios para la constitución del Gobierno), expusieron sin tapujos sus intenciones. Pablo Iglesias, líder de Unidas Podemos y actual Vicepresidente Segundo de Derechos Sociales y Agenda 2030, transmitió a los independentistas su deseo de “convencerles mediante el diálogo para que dejasen de ser independentistas y que construyésemos un país diverso en el que conviven diferentes sentimientos nacionales”. Esta frase de Iglesias no deja de ser la plasmación del ya citado proceso de disgregación de España, iniciado en diciembre de 1978.
Desde el momento de la entrada en vigor de nuestra Carta Magna, la mayor parte de las fuerzas políticas y medios de comunicación, máximos creadores y trasmisores de ideología, convirtieron a la Constitución en un tótem supremo y carente de defectos. Es precisamente en el artículo 2 de nuestra Ley Suprema donde ya se reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que integran nuestra Nación. De aquellos lodos vienen estos barros. Se trataba de dotar de fuerza legal, incontestable, a las corrientes secesionistas, reconociendo en el título preliminar de la Constitución a las «nacionalidades» vivientes en la «Nación de naciones». Aquí radica uno de los mayores errores, y en inicio de este proceso de desintegración de nuestra Nación.
Como señalaba Gustavo Bueno, la idea de Nación política no puede entenderse al margen de una teoría del Estado que supere los límites estrictamente jurídicos de la Constitución. Porque el Estado no se reduce a una combinación de sus tres poderes políticos (ejecutivo, legislativo y judicial) sino que también contiene necesariamente un territorio apropiado, fundamento de la Patria, y unos poderes gestores, planificadores y redistributivos, todo esto envuelto por los poderes militar, federativo y diplomático, que lo separan de los demás y a la vez mantiene su interacción con otros Estados. Por tanto, la Nación no se funda en la Constitución, es la Constitución la se funda en una Patria preexistente.
Cuando la Nación (en palabra de Miguel Iceta “las 8 naciones que él ha contado”) se fundamenta en sentimientos carentes de base objetiva, y sustentados en meras emociones subjetivas (no me siento español, me siento catalán, vasco o turolense) que nada tienen que ver con una teoría del Estado llegamos al proceso secesionista, como nos encontramos en la actualidad. Proceso, como ya hemos señalado, iniciado en 1978, y que ha avanzado a lo largo de estos últimos 40 años, con la coadyuvancia de todos los actores de la vida política. Desde el acuerdo de investidura y legislatura del PSOE de Felipe González en 1993 con PNV y CiU, pasando por el Pacto del Majestic, en 1996, cuando el PP de Aznar, que hablaba catalán en la intimidad, consiguió superar la mayoría exigida gracias a los apoyos independentistas de CDC, PNV y Coalición Canaria, o en la utilización confusa e imprudente del aforismo “hablando se entiende la gente”, en diciembre de 2003, por parte del entonces Jefe del Estado.
Así pues, más que ante un cambio de régimen, como repiten machaconamente una parte de los medios y analistas, parece que nos encontramos ante la natural y previsible evolución de un proceso iniciado, apoyado, o al menos no frenado por casi nadie desde los inicios de nuestra democracia.
En estos días, en los que tanto escuchamos y leemos acerca de comportamientos y futuras decisiones, no por ello carentes de importancia, sobre la forma actuar de los miembros del gobierno de Pedro Sánchez y de sus socios, parece que la preocupación por la cuestión fundamental que amenaza a España, su integridad, pasa a un segundo plano.
Con independencia de que nos guste más a o menos la forma de llegar al Consejo de Ministros del vicepresidente segundo, o del ministro de Consumo, o si debe o no establecerse el cheque escolar, ninguna de estas cuestiones es trascendente para el futuro y permanencia de Nuestra Nación. Es necesario y obligado centrase en lo verdaderamente crucial, como que la actual Fiscal General del Estado, haya sido hasta hace pocos días una de las ministras más incondicionales, combativas y políticamente agresivas al frente de la estrategia para “desjudicializar” el “conflicto político de Cataluña”, o como la salida de prisión del presidente de Òmnium, Jordi Cuixart, condenado en el juicio del “procés”, disfrute de su primer permiso penitenciario.
Afortunadamente parece que quedan alternativas, como la presentación por parte de Vox de una demanda contra el Parlamento Europeo por permitir que Carles Puigdemont y Toni Comín hayan sido aceptados como eurodiputados. Esta debería ser la tendencia del resto de fuerzas “constitucionalistas”, ya que, del actual gobierno y sus socios, nada cabe esperar. España no puede permitirse la inacción, en la que se ha caído durante demasiado tiempo.
María Teresa Chinchetru del Río