Como el poder del Gobierno central depende de esas fuerzas, el límite de la transigencia se estira hasta la estupidez.


La nación aún no ha salido de su perplejidad ante la última propuesta de los separatistas gallegos: alterar la hora en Galicia para que esta comunidad cuente una hora menos que el resto de España. Pero lo más revelador del episodio –y lo consignamos aquí porque ha pasado casi desapercibido– no es tanto la extravagancia separatista como la reacción del Partido Socialista, expresada por boca de José Blanco: primero, a bote pronto, descalificó la propuesta como “una chorrada” (sic); pero acto seguido, tras rápida reflexión, valoró la posibilidad de estudiar la propuesta si coadyuvara al ahorro energético. Qué atento, don José.

Quiere decirse que Blanco sabe perfectamente que lo de la “hora gallega” es una chorrada, pero como el poder en Galicia depende de quienes han propuesto el disparate, los socialistas quedan obligados a tomarla en consideración. Extiéndase el mismo modelo al ámbito catalán o incluso al nacional: nadie ignora que las reclamaciones nacionalistas son demenciales, pero como el poder del Gobierno central depende de esas fuerzas, el límite de la transigencia se estira hasta la estupidez, incluso cuando las ocurrencias separatistas parecen sacadas de alguna vieja novela de Vizcaíno Casas. Y en eso se resume la enfermedad que hoy aqueja a la nación española.