Nuestra Constitución tiene un origen peculiar, como todas las constituciones. Estas son hijas de su tiempo, y reciben la herencia del pasado, tanto para afirmarlo como para negarlo.
Toda constitución refleja el equilibrio de poderes que existe en un momento dado político, y dice tanto por lo que afirma como por lo que niega. Ese frágil equilibrio de fuerzas hace que nuestra ley magna sea muy ambigua y que en ella convivan artículos de diversa procedencia.
En ella se conjuga una visión liberal de la sociedad con unos principios de política social. Y en política territorial se intenta hacer tabla rasa del régimen anterior identificando al franquismo con el centralismo (como si Franco no hubiera descentralizado la producción económica y favorecido a Cataluña y País Vasco). Eso explica la estructura descentralizada de nuestro país, en el que competencias vitales son gestionadas por entidades que pueden llegar a ser enemigas de la nación.
Son estas dos visiones: la liberal y la descentralizadora, las que explican el desastre que estamos viviendo y que comentamos al hijo de la noticia del señalamiento en el aula de varios hijos de guardias civiles en algunas clases catalanas.
En el artículo 27 de la CE se dice que se reconoce la libertad de enseñanza y que los padres pueden decidir la enseñanza religiosa y moral que estimen oportuna para sus hijos. En principio, en abstracto, es un artículo impoluto. Nadie puede estar en contra de la libertad de cátedra ni de recibir una educación acorde a los principios de los padres. Ahora bien, la libertad se topa con la verdad. No puede un profesor o un libro de texto escudarse en esas libertades para contar falsedades o falacias o para explicar principios morales contrarios a la razón.
En el artículo 149, afirma nuestra ley fundamental que el Estado debe establecer las bases jurídicas para el desarrollo del artículo 27, es decir, para garantizar el derecho a la educación. Pero el papel del Estado se acaba en la norma básica. La gestión de la Educación puede ser transferida a las Comunidades Autónomas, al no estar asumida como competencia intransferible. El Estado se limita a inspeccionar, a homologar títulos y a establecer los currículos más básicos de las distintas etapas educativas.
Inicialmente, la CE solo establece como materia transferible el fomento de las lenguas cooficiales. Y, sin embargo, los sucesivos gobiernos, de diversos colores ideológicos, han ido cediendo competencias dejando a la Administración Central prácticamente vacía. La Educación es hoy gestionada completamente por las Comunidades Autónomas.
Ese principio liberal de respeto a las creencias y principios morales individuales y esa transferencia de competencias explica lo sucedido en las aulas catalanas. La presión a la que se han visto sometidos algunos alumnos por ser quienes son es solo una gota más en un inmenso océano de ofensas a la nación española. Bajo el paraguas de la libertad de cátedra, del respeto a las creencias y principios de los padres; por el fomento de la Cultura y la lengua vernácula, se ha permitido el más absoluto de los adoctrinamientos y exclusiones. Esos profesores que se sienten indispuestos moralmente para dar clase después del 1 de octubre “por la brutalidad policial”; esos profesores que hacen debates en clase para cribar quién está con o contra mí, son solo un producto (bastante perfeccionado en su eficacia) de una dejación de funciones del Estado central. Algo tan fundamental como la Educación (así como la Sanidad) no debe poder utilizarse en contra del propio Estado. La libertad de cátedra y la capacidad del padre de elegir la moral de sus hijos tiene un límite, que es la convivencia. Una nación que no educa a sus ciudadanos tiene poco futuro. Y por el miedo de educar ha permitido que otros adoctrinen.
Raúl Boró Herrera, profesor de filosofía en bachillerato