La ciudad de Barcelona viene siendo desde hace ya años escenario de una serie de noticias llamadas “de sucesos”, especialmente impactantes, que no siempre son analizadas por los periodistas; no digamos ya relacionadas entre sí, con la perspectiva de la política nacional.
Fue la grabación de la cámara de seguridad de un cajero emitida en el telediario el año 2005, y, por cierto, en días cercanos a la Navidad, la que nos permitió “contemplar” atónitos cómo varios individuos jóvenes y despersonalizados quemaban viva a una mendiga después de golpearla e insultarla. Entonces, nadie o casi nadie pudo vincular semejante crimen con la ciudad en la que tenía lugar, puesto que actos de barbarie semejantes podrían suceder en cualquier ciudad del mundo.
La última grabación de un acto de “violencia gratuita” ocurrió hace apenas un mes. En ella, una joven tranquilamente sentada en un vagón de metro era agredida de forma brutal, recibiendo patadas y puñetazos de un individuo igualmente despersonalizado, reconocido gracias a la videovigilancia. Este último caso tuvo incluso repercusión internacional debido a la nacionalidad ecuatoriana de la víctima, y en esta ocasión sí se utilizaron razones políticas para explicarla: “racismo contra el inmigrante”.
Pues bien, queremos poner en la línea de estos “sucesos” la reciente noticia relativa a la red de clínicas abortistas según la cual, con el consentimiento e implicación de la Generalitat, se ha venido “interrumpiendo el embarazo” -dicho en lenguaje políticamente correcto- de fetos de hasta ocho meses de edad.
Por lo que de la investigación se va filtrando a la prensa sobre las declaraciones de las mujeres, los psiquiatras firmaban en blanco supuestos test psicológicos sin reconocer siquiera a la paciente. Pero la ley, que permite el aborto en el supuesto del posible riesgo para la “salud mental” de la embarazada, no solamente se incumplía por el fraude de los psiquiatras, sino por saltarse con mucho el plazo de tiempo legal para el aborto, siendo este último elemento el que ha dado a la noticia sus tintes más siniestros. Esta vez, la repercusión internacional ha servido para que se investigara un delito desde hacía tiempo conocido y denunciado. La emisión en la televisión danesa de un reportaje sobre esta red de clínicas en España ha mostrado qué tipo de “servicio” prestamos a Europa.
En Barcelona, como ciudad símbolo de lo que la política nacionalista ha ido forjando durante largos años, las normas gracias a las que un individuo cualquiera se inserta como persona en programas vitales que le ponen en comunicación con el resto de conciudadanos (su lengua, su historia) están institucionalmente vetadas. No nos extrañe que unos jovenzuelos carezcan de la sindéresis suficiente para distinguir entre una persona humana y una cosa; la moral universal es un producto histórico que sólo se aprende en la escuela, y el nacionalismo, con su moral de aldehuela, está produciendo verdaderos “imbéciles morales”.
La energía que probablemente gastarán estos jóvenes en odiar a sus compatriotas, sobre todo de pertenecer a sectores sociales deprimidos, no la podrán emplear en luchar contra los políticos culpables que les vienen engañando desde que han nacido; sin embargo, sí en pegar a una inmigrante cuya lengua, el español, esa que se persigue en calles y escuelas, les hace paradójicamente iguales, rompiéndosele los esquemas de esa “superioridad cultural” que debiera haberles salvado de la marginación en la que realmente vive.
Finalmente, ¿qué puede significar que Barcelona sea el centro abortista de Europa sino el futuro que nos espera a los españoles de renunciar a nuestra identidad para ingresar de lleno en la sociedad del consumo? Un parque de vacaciones y de servicios, aunque sean hospitalarios, para que los extranjeros vengan a hacer aquí lo que no harían en sus respectivas naciones.
Ahora bien, no nos engañemos: Barcelona es sólo un símbolo; el resto de España que lo permite, cómplice culpable.
FUNDACIÓN DENAES, PARA LA DEFENSA DE LA NACIÓN ESPAÑOLA