Imaginemos que España es esa casa que los españoles vivos en 2019 hemos heredado de los tatarabuelos de los bisabuelos de nuestros abuelos: la casa tiene sus años y han salido goteras en la salita de estar, grietas en el pasillo, se ha atascado la chimenea… Es cierto, el edificio tiene algunos desperfectos que hay que solucionar y también muchas ventajas y singularidades que podríamos potenciar. Pues bien, actualmente millones de españoles están convencidos de que los problemas de España se resuelven con un poquito de aguaplast o llamando al fontanero, sin darse cuenta de que el gran problema de España es que tenemos un supervolcán a punto de explotar en el patio interior de la casa.
Es decir, el paro, la Ley de Violencia de Género, Europa, las pensiones, la corrupción, el sueldo mínimo interprofesional, la inmigración, los impuestos, etc, son cuestiones que deben ser atendidas por nuestros gobiernos, por supuesto, pero son problemas insignificantes comparados con la amenaza formal que pende ahora mismo sobre España: una amenaza que supondría la disolución de la nación política española como sujeto de soberanía y la liquidación de nuestros derechos fundamentales como ciudadanos.
Muchos de ustedes sabrán que una de las características de los supervolcanes es que son acumulaciones subterráneas de magma. ¿Consecuencia? Pues que no se ven… ¡Qué suerte para los separatistas y qué tragedia para todos (incluidos los separatistas)! Esta aparente invisibilidad del problema es oportunamente aprovechada por los enemigos de España para entretener a la ciudadanía con todo tipo de supercherías baratas (léase «alertas antifascistas», «emergencias climáticas» o heteropatriarcados opresores varios). No hay que olvidar, por otro lado, que entre los objetivos de muchos de nuestros políticos está el aplicar preparados para embellecer el «cutis» de España pues, desde su visión negrolegendaria y al son de toneladas de historiografía basura -por no hablar del autodesprecio que aqueja a muchos españoles- la nuestra sería una nación impresentable y mostrenca: una nación sin Renacimiento ni Reforma, sin Ilustración ni Revolución Industrial, sin progreso ni ciencia, sin filósofos ni nada de nada… Urge, por tanto, maquillar España, aplicar un buen unte capaz de restañar las arrugas, las heridas y las deformidades del ogro. Poco importa si el lustre obtenido resulta completamente ajeno a la realidad histórica española: lo importante es que este solar hispano nuestro se parezca a otra cosa, por ejemplo, a la sublime Alemania o a cualquier otro país de esa biocenosis llamada Europa que, como bien supo ver el padre de la patria alemana, es sólo un concepto geográfico -es decir, no político- por mucho empeño que pongan los euroburócratas en afirmar lo segundo.
Pero, ojo, la composición artificial de los rostros a través del maquillaje cumple una función simbólica importantísima. Por ejemplo, en los pueblos primitivos los cosméticos tenían un carácter mágico, casi sagrado, religioso. Del mismo modo, el actual proceso de demolición de la nación española necesita adecentarse para presentarse en sociedad y en tal empeño están buena parte de nuestras autoproclamadas y corruptas izquierdas y hasta lo que vulgarmente se conoce como «la derecha», que también hizo sus pinitos con el «Molt Honorable» en el Majestic. Hábilmente acicalado, el secesionismo deja de ser esa corrupción política que tiene por nombre traición para transformarse en un separatismo democrático, en un inalienable «derecho a decidir», en una libertad de expresión, en una demanda de derechos humanos frente al «fascista» Estado opresor… Como si España fuese todavía un Imperio o como si Cataluña, Vascongadas o la propia Valencia hubiesen sido alguna vez colonias explotadas y expoliadas. Es decir, olvidando que Cataluña, Vascongadas o Valencia son lo que son, más allá del bien y del mal, gracias a España. El fundamentalismo democrático todo lo restaña, lo maquilla, lo embellece, lo sublima, lo blanquea (como está ahora tan de moda decir). Este fundamentalismo es capaz de hermosear hasta el latrocinio más vergonzante de la historia contemporánea de España: el de «la pesoe» de Andalucía.
Y en esta orgía del disimulo y la simulación participan buena parte de nuestros políticos, quienes reclaman de forma obsesiva la atención del ciudadano (unas veces cándido, otras insobornable, en ocasiones imbécil, sin más), haciéndole cucamonas como a los bebés, entreteniéndole con problemas artificiales para que no preste atención al supervolcán que bulle bajo sus pies. Los políticos y sus aduladores despliegan para lograrlo un sin fin de trucos y artificios, reafirmando su presencia de forma obsesiva, insinuándose y atrayendo sin descanso el ojo hacia sí… Toda esta dramaturgia se ha puesto en marcha, obvio, para pescar votos; se ha activado para que los ciudadanos legitimen en las urnas la corrupción política e ideológica de ciertas formaciones políticas, para que disculpen sus desfalcos, su ruindad moral, su infamia y colosal deslealtad. Y el problema es que todo este pintarrajearse la cara sólo puede llevarnos por el camino de la imprudencia política hacia la distaxia. A la insufrible mascarada se suman, como ya hemos dicho, los séquitos de predicadores (periodistas, actores, politólogos, catedráticos), siempre más interesados en adular al poder que en someterlo a crítica. He ahí los intelectuales: «los nuevos impostores», como bien decía Gustavo Bueno.
El proceso de rebarbarización de la sociedad española está siendo sistemáticamente acompañado de todo tipo de irracionalismos y discursos salvíficos porque de algún sitio hay que sacar los votos para descuartizar España: «alerta antifascista» para que la defensa de la nación isonómica de tradición izquierdista se transforme por arte de birlibirloque en «esa cosa que hacen los fachas», entendiendo por «facha» a esa parte de la nación política a la que hay que despreciar, dado que es comprendida como el mal absoluto (del mismo modo que los otros comprenden a los «rojos» como la fuente de toda maldad y de toda falta de humanidad). Y es que el maniqueísmo de Machado y sus dos Españas heladoras de corazones ha triunfado en el campo de la ideología. A la alerta antifascista (en realidad, el sujeto que acuñó dicha expresión tras una noche electoral poco gloriosa quiso decir «alerta fascista») se suma la emergencia climática que servirá para subordinar aún más la economía nacional en favor de potencias industriales extranjeras y para demonizar a todo aquel que se atreva a cuestionar la nueva religión -más bien, pseudoreligión- que doctrinalmente tratan de presentar como infalible, ¡ay de aquellos hombres de poca fe! Añadamos a este cóctel disolvente de la nación, el extravío identitario urdido ideológicamente para que cualquier hijo de vecino pueda «sentir» que su pueblo es una nación y declararse separatista hasta la puerta de sus respectivas casas. Asimismo, hay que sumar la estulticia, distribuida a raudales por medio mundo, para que mujeres apandilladas de todos los rincones del planeta eleven sus cánticos anarquizantes al cielo: «el Estado opresor es un macho violador. El Estado no me cuida, me cuidan mis amigas. El violador eres tú. El patriarcado es un juez que nos juzga por nacer. El violador eres tú». Y, por último, hay que agregar la imbecilidad suprema de aquellos que, invariablemente por estas fechas, condenan los Belenes navideños de tradición católica para simpatizar, a cambio, con el islam, que nematológicamente es aún más carca que el Antiguo Régimen. Citaremos de pasada los enseres de la señora Colau y otras extravagancias y corrupciones propias del llamado arte contemporáneo.
Lo que tienen los supervolcanes separatistas es que sus efectos cataclísmicos no solo son capaces de hacer saltar por los aires la casa heredada de nuestros tatarabuelos, alterando incluso el paisaje y el clima político a un lado y otro de los océanos, sino que son la manifestación más cínica de la corrupción política a la que se puede llegar en nombre de las izquierdas y del progreso.
Daniel López. Doctor en Filosofía.