La solemnidad en la política demuestra respeto por el cargo y por aquellos a quienes se representa. Es un recordatorio constante de que los políticos son responsables de tomar decisiones que afectan la vida de millones de personas, y que esas decisiones deben tomarse con integridad, ética y seriedad. Esto contrasta con una alarmante tendencia hacia la banalización de la política y la infantilización del discurso, especialmente en períodos electorales como el que ahora vivimos. La competencia por la atención de los votantes ha degenerado en una desafortunada carrera hacia el mal gusto, donde los vídeos extravagantes, las canciones pegadizas, las promesas imposibles y otros elementos superficiales han reemplazado el debate de ideas y la solemnidad necesaria para abordar los asuntos más urgentes que afectan a nuestra sociedad.
Aunque a algunos les parezca divertido y otros sonrían con condescendencia, lo cierto es que abrazar la superficialidad en la política ha erosionado el espacio para el debate serio. Y, no nos equivoquemos, esa erosión es la que da paso a otros aspectos mucho más preocupantes, como lo que hace Pedro Sánchez cuando usa el Consejo de Ministros para regar con dinero público a posibles caladeros de voto, en este caso jóvenes y mayores con Interrail y cines a dos euros, o el cheque de 20.000 euros a los 18 años de Yolanda Díaz.
Cambiar esta tendencia no será fácil. En la era de la comunicación inmediata y las redes sociales, vemos como muchos políticos recurren sin pudor a memeces para intentar captar la atención de los votantes. Hemos visto cómo Podemos “perrea” en Málaga, o el PP versiona lastimosamente una canción de moda para llegar a “gente como tú”. Los vídeos musicales llamativos y las performances extravagantes se han vuelto omnipresentes en las campañas electorales locales. Si bien es cierto que estas estrategias pueden generar un breve impacto mediático y aumentar la visibilidad de un candidato, también refuerzan la idea de que la política se ha convertido en un mero espectáculo, donde la forma prevalece sobre el contenido. Eso, como decía, es una puerta abierta a cosas mucho más preocupantes.
Algunos podrán decir que estos partidos hacen un alarde de originalidad, o que cuentan con equipos de marketing audaces que saben saltarse los convencionalismos para plantear un mensaje que llegue directamente al corazón de los electores. Pero la realidad es más sencilla: disponen de dinero público, de nuestros impuestos, para gastar sin miramientos en ocurrencias y estrategias de marketing que, a falta de brillantez e inteligencia, solo contribuyen a aumentar ese vacío intelectual omnipresente en España.
En una democracia, los impuestos son recaudados para el beneficio de la sociedad en su conjunto. Sin embargo, es preocupante ver cómo estos recursos se destinan a financiar campañas electorales que se alejan de su propósito original y se convierten en espectáculos superficiales y banalizados. En lugar de utilizar estos fondos para fomentar un debate político consistente y una comprensión más profunda de los asuntos públicos, nos encontramos con mensajes simplificados, casi infantiles, que se centran en captar la atención en lugar de abordar los desafíos reales que enfrentamos como nación.
La elección de nuestros líderes y representantes políticos es un aspecto fundamental de nuestra democracia, y es crucial que el proceso electoral se base en la responsabilidad y la seriedad. Lo contrario no solo es un despilfarro injusto para quienes esperamos propuestas políticas sólidas y bien fundamentadas, sino que también socava la confianza en el sistema democrático.
Es importante cuestionar esta asignación de recursos, y es el momento de insistir en la necesidad de cambiar el sistema de financiación de la política. Vox se ha quedado solo pidiendo suprimir las subvenciones a partidos políticos, incluyendo las que se pagan para afrontar gastos de campaña, con el fin de que toda financiación de las formaciones políticas provenga de particulares.
Frente a aquellos políticos que nos tratan como a niños, debemos reivindicar un cierto grado de solemnidad en la política. Esto no implica rigidez o falta de humor, sino más bien la conciencia de que los asuntos públicos merecen una consideración seria y reflexiva. Solo así podremos devolver el sentido común a nuestra democracia, y evitar el peligroso escenario al que nos adentramos a toda máquina.
Es hora de que los políticos y los votantes exijamos un cambio en el rumbo que nos han impuesto hasta ahora. Debemos recuperar la seriedad en los asuntos públicos y rechazar la banalización del discurso. Necesitamos propuestas sólidas y bien fundamentadas, respaldadas por análisis rigurosos, y no canciones, bailes infantiles o anuncios absurdos financiados con el dinero de todos.
Ignacio Temiño