En el artículo 73 del capítulo XI de la Carta de la ONU se dice que todos los miembros de las Naciones Unidas que reciban el estatus de potencia administradora de una población y su territorio tiene el «encargo sagrado» de defender los intereses y de proteger a los pueblos que estén bajo su tutela. Y por suerte o por desgracia resulta que España, actual e internacionalmente, tiene el papel de potencia administradora del Sáhara Occidental. Si bien, esto es algo que España incumplió en febrero de 1976 –tras los acuerdos de Madrid de noviembre de 1975– cuando se retiró de la zona dejando, de facto –dando lugar al desarrollo de la famosa política de hechos consumados–, el control de la población saharaui así como sus recursos naturales a Marruecos. Un Marruecos que desde tiempo antes venía afirmando, sin razón histórica ni jurídica alguna, como hoy, que ese territorio era suyo (así como otros muchos que, por el momento y de aquella manera, pertenecen a España). Esta reivindicación expansionista, recurso con el que permanentemente el país vecino del sur procura aliviar tensiones internas, recibió hace unos meses un fuerte apoyo cuando el saliente Donald Trump reconoció la soberanía marroquí sobre el Sáhara –llevándose a cabo paralelos y amistosos acuerdos de varios países islámicos con Israel–. Esto ha hecho que un número creciente de países estén reconociendo dicha soberanía e instalando delegaciones diplomáticas en dicho territorio. No debemos olvidar tampoco, aunque nadie lo mencione, la guerra abierta por el Frente Polisario –guerra que tiene perdida ante la potencia militar de Marruecos–, pues los saharauis se niegan a ser anexionados por Marruecos, como ya comentamos aquí en anteriores ocasiones.
A lo señalado debemos añadir todo lo relativo a los conflictos abiertos entre España y Marruecos, ya comentados también en otras ocasiones en este lugar: la avalancha inmigratoria provocada en las islas canarias, la apropiación –sin respuesta española– de sus aguas y de sus recursos, las reivindicaciones de soberanía sobre Ceuta y Melilla así como su estrangulación económica, y las reivindicaciones sobre otros territorios españoles como puedan ser las Chafarinas o la tristemente famosa isla del Perejil. En todo este tiempo Marruecos no ha hecho más que presionar para que España adopte una postura clara respecto al reconocimiento de su soberanía sobre el territorio saharaui, aplazando incluso en varias ocasiones las reuniones bilaterales entre ambos países con la excusa de la pandemia –excusa que no ha empleado con otros países–. España, por el momento, no ha hecho más que afirmar –con declaraciones pero no con acciones de calado– su soberanía de los territorios todavía españoles. Y ha recordado varias veces que la solución ha de venir a través de la mediación de la ONU y el cumplimiento de lo pactado hace décadas. Recordemos por ejemplo la MINURSO, la Misión de las Naciones Unidas para el Referéndum del Sáhara Occidental, que en 1991, hace treinta años ya, tenía como objetivo la celebración de un referéndum para que el pueblo saharaui–única población árabe hispanohablante– decidiera su futuro. Y aunque Marruecos firmó el acuerdo nunca hizo nada por cumplirlo y sí por entorpecerlo; España, por su parte, tampoco hizo mucho para que se cumpliera. Y menos se cumplirá dado que otro vecino español, esta vez en el norte, o sea, Francia, ha utilizado su posición de privilegio de veto en el Consejo de Seguridad para entorpecer la misión de la MINURSO y ayudar a Marruecos en sus intereses.
Tal que así, España sigue teniendo responsabilidades internacionales con el Sáhara Occidental, puesto que según la mentada Carta de la ONU, la responsabilidad de potencia protectora no acaba hasta que el territorio protegido no alcanza su autodeterminación. De ahí que la ONU siga manteniendo que el Sáhara Occidental es un Territorio No Autónomo (es decir, que no pertenece a Marruecos), siga manteniendo que España es la potencia protectora y siga manteniendo que el conflicto existente es un problema de descolonización, no de secesión como mantiene Marruecos. Pero el abandono del territorio por España en 1976, creyendo que así apaciguaría a Marruecos, restó legitimidad a España para sacar a relucir los acuerdos en la ONU y es algo que ha pesado sobre todo el asunto desde entonces. Y puesto que en todo este tiempo en vez de llegar a una solución, como se debía, no se ha hecho más que llegar a pequeños acuerdos tácitos, con los que Marruecos ha ido avanzando en su soberanía, la bola de nieve –o de arena– no ha hecho más que crecer hasta la situación actual.
¿Qué hacer entonces? Es más, ¿puede España hacer algo? No son pocas las voces que piden al Gobierno español que resuelva la situación de forma favorable a Marruecos, pues éste ha prometido que si eso sucediera las relaciones bilaterales entre los vecinos se verían muy mejoradas. Es decir, que si se cede al chantaje nos llevaremos bien. Pero al fin y al cabo también tenemos abundantes pruebas, y la ONU también, de la fiabilidad de las promesas del vecino marroquí, que lleva décadas –desde el inicio de su existencia en 1956– incumpliendo promesas y acuerdos en su afán expansionista –siembre con el apoyo norteamericano, inglés y francés–. Otra opción sería imitar el cinismo marroquí y que España reconociese que los famosos acuerdos de Madrid de 1975 fueron ilegítimos, puesto que contravenían el derecho internacional, e intentar revertir la situación a como estaba entonces. Procurando así que lo firmado con la ONU por ambos países se realice y ejerciendo España su papel de potencia protectora. ¿Tiene España realmente la potencia, esto es, la libertad, esto es, la fuerza para hacerlo? ¿Podrá conseguir España lo que consiguió otro vecino, Portugal, con Timor Oriental, hoy país soberano pero que fue anexionado por Indonesia en 1975? No lo sabemos ni lo sabremos hasta que lo veamos o no, pero a Marruecos esta idea no le gustará en absoluto.
Por otro lado, teniendo en cuenta el apoyo internacional que tiene Marruecos y su fuerza militar, debemos plantearnos si a España no le queda más que una salida honrosa y buscar un acuerdo con el que arañar lo más posible. Debemos plantearnos si el pueblo saharaui no está ya condenado a ser marroquí o a emigrar de sus arenosas y fosfáticas tierras y a España no le queda más que intentar que, con la ONU mediante, todo se resuelva lo más pacíficamente posible. Pero desde DENAES, así como todos los españoles, también nos debemos plantear si esto no supondrá problemas futuros para España. Y es que si ya Marruecos se ha hecho fuerte y amenaza continuamente la soberanía de varios territorios españoles y se apropia de sus aguas y recursos, ¿qué no haría con el fortalecimiento de la anexión del Sáhara Occidental? Porque debemos tener claro que esta anexión no es para nada favorable a los intereses de España ni para la paz en la zona, así como una clara violación del derecho internacional –que no es más que papel mojado, como ha demostrado el apoyo estadounidense–. Y debemos tener claro que las ansias expansionistas del joven vecino sureño –muy joven tanto en años de existencia (insistimos: 1956) como en población, al contrario que España–, no acabarán ahí; como demuestran las recientes declaraciones marroquíes, ya comentadas aquí, sobre la soberanía de Ceuta y Melilla. De modo que aunque a España no le quede, quizá, más que dar largas hasta encontrar una salida lo menos humillante posible, si es que es posible, tampoco le quedará más remedio que tomar todas las medidas diplomáticas, comerciales y militares necesarias para que en los (seguros) conflictos futuros el crecientemente armado Marruecos deje de expandirse a costa de una porosa, muda, inoperante, asimétrica, pasmada y quizá impotente España.
Emmanuel Martínez Alcocer