“Queremos apoyar la creación, en nuestros barrios, pueblos y ciudades, de espacios comerciales, culturales, políticos, deportivos, académicos y sociales del Estado español que se niegan a colaborar con el sistema colonial y de apartheid israelí”. Con estas palabras se presenta en 2015 el sello Espacio Libre de Apartheid Israelí (ELAI).
Esta iniciativa forma parte de la campaña denominada Boicot, desinversiones y sanciones contra la colonización y el apartheid y la ocupación israelí, llevada a cabo por la Red Solidaria contra la Ocupación de Palestina, integrada por diferentes asociaciones o plataformas pro palestinas. Esto no es nuevo. Es condenable, pero no nuevo.
El problema, la amenaza real, viene cuando esta cruzada excluyente, llamemos a las cosas por su nombre, se instala en las instituciones públicas, concretamente en los ayuntamientos, como así ha sucedido en España. Los alcaldes de un total de 58 municipios españoles, gobernados por Podemos y Psoe, se sumaron a esta campaña Espacio Libre de Apartheid Israelí (ELAI), aprobando en sus plenos municipales que no contratarían ninguna empresa, producto, entidad u organización que fuera israelí o tuvieran relación con el pueblo judío.
Así es. No estamos hablando de la Alemania de 1933, año en que se aprobó la «Ley de la Restauración de la Administración Pública» con la que los funcionarios y empleados judíos fueron excluidos de la administración pública, o las «Leyes de Nuremberg» de 1935. Estamos hablando de la España del siglo XXI en la que por ejemplo, en el año 2018 debido a presiones de la CUP, el ayuntamiento de Molins de Rei encabezado por el PDeCAT, no permitió celebrar un partido entre las selecciones femeninas de waterpolo de España e Israel.
Aquí se hace patente el paralelismo: en la oficialización de la exclusión, la admisión por parte de las instituciones públicas o de líderes políticos, con cargos representativos en dichas instituciones, de la política de expulsión. Nos encontramos ante una expulsión ideológica, e incluso étnica, amparada en la superioridad moral que creen detentar estas corrientes secesionistas así como la mayor parte de los socios del gobierno actual de España.
No cabe más que repasar algunos de casos para comprobar que esto está sucediendo. A modo de ejemplo, Beatriz Talegón candidata por Junts per Catalunya a las elecciones al Parlamento Europeo de 2019, publicó el pasado 23 de febrero una carta en la que abogaba por la ilegalización de Vox: “O ponemos freno a todo esto que está pasando, iniciando por ejemplo un proceso de ilegalización de Vox, o vamos a lamentarlo más pronto que tarde”. En estos términos se expresaba la otrora candidata al parlamento europeo, justificando la ilegalización del citado partido político, en un ejercicio máximo de subjetivismo mezclado con sentimentalismo simplista, tan en boga en los ambientes autodenominados progresistas.
Otro caso, que también ha tenido lugar este mes de febrero: la quema del coche del portavoz de Vox, Sergi Fabri, en el Ayuntamiento de Salt (Gerona), municipio gobernado por ERC, en coalición con JxCAT. Por supuesto no ha habido ningún tipo de condena del hecho por parte del resto de fuerzas políticas de dicha localidad, Nos encontramos ante un caso más de extorsión al contrario político, buscando por supuesto su desaparición. Se comienza quemando los coches pero no sabemos cómo se puede terminar, aunque podemos imaginarlo.
Lo más paradójico de todo esto es que son precisamente estos defensores de la expulsión de los contrarios políticos, los que sin el menor pudor tachan de “nazi” o “fascista” a todo aquel que no comulga con sus ideología. Son los mismos que se adhieren al sello Espacio Libre de Apartheid Israelí (ELAI) citado al inicio de estas líneas. Pura contradicción, desconocimiento injustificado e utilización demagógica de los términos. Aquí los únicos que defienden y propugnar la expulsión del contrario, haciéndole objeto constante de sus ataques, son ellos. Todo aquel que no es “progresista” es nazi o fascista, afirman desde su absoluta ignorancia del significado de ambos términos, que dicho sea de paso, poco tienen que ver entre sí.
Sucede lo mismo, por cierto, pero en sentido contrario, con el uso de la palabra comunista. No puede tacharse como tal lo que realmente es una ideología populista, basada en “sensibilidades” y “valores”, que en absoluto cree en la unidad de la Nación. Estamos sin duda, ante una manifestación más de esta izquierda indefinida, como la denominaba Gustavo Bueno, que se ha instalado en la sociedad española, y cuya ideología se expande sin solución, utilizando como armas de propaganda una amplia gama de “ismos”: feminismo, progresismo, animalismo, ecologismo, y por supuesto la acusación de nazismo y fascismo a todo aquel que no comulgue con esta amalgama de conceptos que utilizan sin fundamento alguno.
Y lo peor de esta situación en la que nos encontramos es que no solo estas izquierdas progresistas incurren en la impostura. Esta ideología imperante ha calado también en parte de la denominada derecha, que salvo evidentes excepciones, se cuida mucho de no ofender, no molestar, no salirse de lo “políticamente correcto”, aunque más bien debería decirse de “social o mediáticamente correcto”.
La mayor parte de las fuerzas políticas y creadores de opinión claman escandalizados cuando se defiende, de forma absolutamente fundamentada la ilegalización de los partidos secesionistas, ilegalización aplicable conforme a la legislación española, que precisamente debería llevarse a cabo con los partidos precursores y ejecutores del actual proceso de desmembración de España, en el que nos encontramos.
Mª Teresa Chinchetru del Río