En España se ha institucionalizado la disolución de la nación como un valor superior. Atacar la unidad y la identidad de nuestra nación, no solo no está mal visto, sino que es considerado lo políticamente correcto. En el sistema de valores que se nos impone, es aceptable que las regiones aspiren a ser naciones y tengan el derecho a decidir sobre su futuro, desgajando, fraccionando y rompiendo la unidad, en nombre de la democracia, la libertad y la tolerancia. Se trata de avergonzarse de quiénes somos, qué tenemos y qué representamos. Se permite manipular la historia por ley, impidiendo el debate académico. Todo lo que es disolvente está bien visto. No debemos lucir nuestra bandera, no debemos escuchar nuestro himno, incluso no debemos nombrar nuestro nombre, decir “España” no es políticamente correcto, está mejor visto decir “estepaís”. Nuestra historia, nuestra lengua, nuestra religión, nuestras tradiciones son proscritas, perseguidas y vistas como malditas.
Todo lo anterior no sería problema si estuviera localizado expresamente en un foco reducido, localizado y objetivado de unas fuerzas políticas determinadas, y produjeran rechazo, animadversión en el resto. El problema es que esto no es exclusivo de unas pocas fuerzas políticas sino que ha permeado en la inmensa mayoría de las fuerzas políticas, en ambos lados de la alternancia. Es decir, la posible alternancia más extendida no es alternativa, pues está presa de estos mismos valores. Ya no es solo cuestión de que unos grupúsculos rebeldes y exaltados defiendan atrocidades, el problema es que se ha asumido por la práctica totalidad de los operadores políticos, salvo alguna excepción que de inmediato será tachada de extrema derecha. En el sistema de valores extendido en nuestro cine, en nuestras aulas, en nuestros medios de comunicación y en nuestros representantes, lo moderado, lo plausible y lo aceptable, es no ya el respeto, sino la imposición de los elementos disolventes. Se debe premiar administrativamente a quien habla una lengua diferente del español y se debe castigar a quien hable en español, por atrevido e intolerante. Se deben ridiculizar nuestras manifestaciones religiosas y tacharlas de carcas y retrogradas, mientras hemos de potenciar otras religiones que nada tienen que ver con nuestra idiosincrasia y que además son portadoras de planes y programas destructivas. Nuestras tradiciones como el cante flamenco o la tauromaquia son consideradas como atraso y barbarie y se debe combatir.
En resumen, el ataque al catolicismo, al español, a nuestra historia, a la unidad de España, a la tauromaquia, al flamenco, a nuestra bandera, a nuestro himno, y a decir nuestro nombre, es lo moderado y lo admitido. Defender la unidad de nuestra patria, nuestro idioma, nuestro himno, nuestro nombre, nuestra historia es cosa de intolerancia. Nuestras leyes, nuestros intelectuales, nuestros políticos y nuestras instituciones así lo hacen.
Esta situación debe ser combatida en las calles, en las instituciones y en las aulas, hemos de revertir la situación.
Julián Gómez Brea