La polémica entre la vicepresidenta Carmen Calvo y la ministra de Igualdad Irene Montero quedó totalmente eclipsada, como no podía ser de otro modo, cuando -parafraseando el tuit de Pablo Echenique con el que se cubrió de gloria el 25 de febrero- el coronavirus empezó a ser una peligrosísima pandemia que causaba pavor en el mundo real y ya estaba absolutamente descontrolado en España. Entonces ya nadie se burlaba de la amenaza que se cernía sobre la piel del toro y buena parte del mundo: «¡Coronavirus, oé!». Y nadie se atrevió a decir cosas como «infectados e infectadas» o «muertos y muertas». La cosa iba muy en serio y las tonterías siempre desaparecen rápidamente ante problemas gravísimos y realísimos.
Pero una vez que el virus ha dado un respiro -a la espera de que en otoño, cuando la crisis económica nos explote en la cara, posiblemente venga una nueva oleada- vuelve la dialéctica feminismo contra lgtbismo, o lo que es lo mismo, el enfrentamiento Calvo/Montero. Ahora no con el 8M de fondo, sino con la semana del orgullo LGTBI (aunque sea, suponemos, guardando la distancia de seguridad y con mascarilla).
Carmen Calvo es partidaria de un feminismo de corte más bien «clásico», que en buena parte se basa -entre otras influencias- en una lamentable ocurrencia que tuvo Federico Engels en 1891 (una solemne majadería, todo hay que decirlo), que afortunadamente no desarrolló (pero por desgracia otros sí lo hicieron). Con semejante perla, la mano derecha de Marx sostenía que la historia también venía a ser una lucha de sexos: «El hombre es en la familia el burgués; la mujer representa en ella el proletariado». Calvo quiere la igualdad entre hombres y mujeres, esto es, que las mujeres tengan los mismos derechos (y deberes) que los hombres. Un feminismo simplón y tramposo porque pide algo que en España ya se ha conseguido, por mucho que quieran jalear lo contrario.
Irene Montero, en cambio, está completamente imbuida y obnubilada del abominable delirio posmoderno progresista globalista de la «ideología de género» (LGTBI, Queer y todo ese totum revolutum del terraplanismo sexológico). Una posición que curiosamente se opone al feminismo (si entendemos éste, en un sentido muy amplio ya que feminismos hay muchos, como la lucha por los derechos de las mujeres).
Y esto es así porque la «teoría queer» postula que el sexo se define en función de lo que el sujeto sienta, y por tanto un hombre puede ser mujer si se siente como tal. Lo cual recuerda al loco que se cree que es Napoleón, y si lo aceptamos simplemente para complacer su vesánico capricho entonces le estamos faltando al respeto; porque respetar consiste en demostrarle al prójimo que está completamente equivocado y en dicha catarsis sacarle del error, o al menos mostrarle caminos con mayor potencialidad de racionalidad. Y -dicho sea de paso- también recuerda a los separatistas cuando dicen que se sienten vascos o catalanes, o si acaso europeos, pero no españoles.
Estamos ante un voluntarismo llevado a un extremo espiritualista, amén de retorcido, en el que un individuo cree estar encerrado en un cuerpo que no le corresponde; como si la sustancia del sujeto fuese el alma (el alma de mujer o de hombre, según se sienta) y su cuerpo no fuese otras cosa que un mero accidente sobre el cual cabe metamorfosearse en el sexo que dicta la voluntad que busca su ser «real». También, según Pitágoras, las almas de los hombres podían reencarnarse en la de un animal, aunque para su siguiente vida.
Según esto, el sexo no sería un hecho biológico sino una mera convención social. Pero, si ser hombre o mujer es una construcción sociológica y no algo natural y por tanto si me siento mujer soy tal, porque en realidad soy lo que quiera mi voluntad, entonces ¿si me siento un hipopótamo realmente lo sería? Pitágoras no llegó a tanto. ¿Y podría sentirme hoy hombre y mañana mujer si todo depende de mi voluntad? Hágase mi voluntad: así en la fémina como en el macho. Y si me siento millonario, ¿eso me convertiría en un prestigioso/prestigiosa hombre/mujer de negocios/negocias? «Enriquecerse es glorioso», sólo hace falta sentir dicha gloria y lo demás se nos dará por añadidura.
Como se quejan, no sin razón, en el PSOE, esta teoría niega «la realidad de las mujeres», de ahí que los socialistas vayan contra «la autodeterminación sexual» (lo que recuerda a esa cosa metafísica de la «autodeterminación de los pueblos»). Y además argumentan que semejante teoría «desdibuja a las mujeres como sujeto político y jurídico, poniendo en riesgo los derechos, las políticas públicas de igualdad entre mujeres y hombres y los logros del movimiento feminista». Y de hecho así sería, pues si un hombre que se siente mujer es violentado por otro hombre, ¿supondría eso «violencia de género»? ¿Podría recurrir este hombre/mujer (en realidad hombre, ya puede sentirse lo que quiera) a las leyes de la violencia contra la mujer y denunciar a su agresor en calidad de «mujer»?
Ésta sería la razón por la cual el Partido Feminista de España (PFE), que lidera la histórica Lidia Falcón, no asistiese a la manifestación del 8M, pues a su juicio estaba controlada por la teoría queer o «lobby proxeneta», que están sorprendentemente con el discurso de que «no somos ya hombres y mujeres sino que somos unos seres extraños que tienen género y yo no estoy de acuerdo. Pues yo no voy». Consecuentemente también en el PFE discrepan de la Ley Trans de Podemos: «una ley que no es de derechas ni de izquierdas, es inhumana», como lo expresaba Jorge Saura, miembro de la comisión política del partido.
La Calvo alza la bandera morada del feminismo (que curiosamente también es el color del podemismo), y la Montero hace lo propio con la bandera del arcoíris LGTBI. Y ambas posiciones son incompatibles y a la vez falsas: una por su simplismo y por resultar inútil, y otra por su locura extrema.
Locura objetiva (aunque en muchos casos subjetiva) impuesta por las élites globalistas que con su demencial geopolítica de planes y programas de gobernanza mundial dominan España, y parece que cada vez más, desde incluso antes de la muerte del Caudillo (o al menos por entonces apuntaban maneras). Y hasta que España no se deshaga de esta lacra jamás levantará la testa. Y cabría decir con mirada largoplacista que la situación geopolítica dejada por la crisis del coronavirus podría ser una oportunidad para emanciparnos del yugo de esta locura en la que uno dice que es lo que se siente y no lo que realmente es. Tal vez el coronavirus sea la tumba del globalismo y una nueva oportunidad para la nación española; porque si ésta está en horas bajas, aquél también. Hasta que todo no esté perdido nada se ha perdido.
Daniel López. Doctor en Filosofía.