Españoles, Franco ha resucitado. Y ello es así porque el Invicto Caudillo está mucho más vivo desde que Zapatero empezó con la Memoria Histórica hasta nuestros días de sanchismo en eternas funciones que en los años 80, cuando el Generalísimo estaba más muerto que José Antonio. Franco es como un mantra que es pronunciado por la boca de la progresía una y otra vez. Es el Franco nuestro de cada día. En el fondo, e incluso en la superficie, Franco les pone en el morbo. Y por ello en sus cabezas retumba con cansina repetición aquello de «Franco, Franco, Franco». Sin Franco parece que no tendría discurso la gran mayoría de los individuos que componen la sedicente izquierda española. El llamado «dictador fascista» es un chollo y a su vez la tapadera perfecta para ocultar sus miserias políticas, económicas e ideológicas.
Se dice, con mucha alegría pero con pocos documentos, que Franco era un decidido fascista que se sublevó contra una democracia ejemplar y que dio un golpe de Estado e impuso una dictadura de 40 años. Puede que para muchos esto sea evidente y de sentido común. Pero tal evidencia y semejante sentido común se parecen mucho a la evidencia y sentido común que tenían los hombres de la Edad Media cuando creían que la Tierra era el centro del Universo y el lugar donde se producía la Unión Hipostática. Pero lo cierto y verdad es que Franco ni era un fascista, ni se sublevó contra una república democrática ejemplar, ni dio un golpe de Estado ni impuso una dictadura de 40 años. Puede que para los indocumentados progresistas esto suene a escándalo, locura y necedad. O lo más probable es que les suene a «fascismo» y zanjan tan panchos la polémica.
Antes de que Franco se sumase al alzamiento cívico-militar del 17-18 de julio de 1936 la Segunda República había sido asaltada por casi todas las fuerzas relevantes del régimen. Los anarquistas de la CNT lo intentaron de forma heroica y patética hasta en tres ocasiones en varios puntos de España entre los años 1932 y 1933. La noche de San Lorenzo de 1932 lo intentó el general José Sanjurjo, «El Léon del Rif»; el cual, por cierto, fue reprendido por el propio Franco cuando le dijo que por el hecho de haberse sublevado y haber fracasado se había ganado el derecho a ser fusilado. No obstante, el León a Portugal sería exiliado. En octubre de 1934 el PSOE, el PCE y ERC pondrían en marcha una insurrección en toda España que sólo se prolongó durante un par de semanas en Asturias (donde a la insurrección se sumaron los anarquistas). En Cataluña, ERC -a través de Luis Companys– pretendió proclamar el Estado Catalán dentro de una surrealista y ridícula República Federal Española. El jefe de Estat Català, Josep Dencàs, tuvo que huir literalmente por las alcantarillas de la Generalidad. Para más inri el partido de Dencàs era lo más parecido al fascismo que había en España, con permiso de Falange. De hecho el propio Dencàs estaba a sueldo de Mussolini, y tras el abochornante y cloaquero fracaso insurreccional viajaría a Roma a reunirse con el Duce. Azaña también planeó dar un golpe de Estado, y le sentó como si le hubiesen disparado «tiros a la barriga» la victoria de la CEDA en las elecciones de noviembre de 1933.
Como vemos, todo Cristo y todo Satanás, a diestro y siniestro, había intentado sublevarse en aquella casa de locos (al menos en el sentido filosófico de la locura objetiva; no entramos ya en cuestiones psicológicas o psiquiátricas). Y cuando Franco decidió por fin sumarse al alzamiento, que habían conspirado los generales Mola y Sanjurjo, no lo hizo en contra del régimen republicano sino en contra del gobierno del Frente Popular; el cual, precisamente, no cumplía la ley de dicha república, es decir, dicho gobierno había hecho de la Constitución de diciembre del 31 papel mojado.
El 18 de julio no fue un golpe militar fascista. Porque si atendemos a la definición clásica de «golpe de Estado» que dio Grabiel Naudé en el siglo XVII («el rayo que fulmina antes de que el trueno pueda ser escuchado») difícilmente se puede catalogar así a una acción que desembocó en una guerra que duró casi tres años.
Y su régimen tampoco puede definirse como una dictadura porque esta supone una magistratura extraordinaria ejercida temporalmente con poderes excepcionales, que en la antigua Roma -en tanto dictadura comisarial- solía durar seis meses, aunque se podía prorrogar por otros seis meses si la situación seguía siendo peligrosa para la estabilidad del Estado. No hay dictadura que 40 años dure.
Aunque también pueden leerse definiciones de dictadura que dicen: «Régimen político en el que una sola persona gobierna con poder total, sin someterse a ningún tipo de limitaciones y con la facultad de promulgar y modificar leyes a su voluntad». Como si eso fuese posible, es decir, como si Franco fuese un tirano con súper poderes que con sólo dos dedos o con mirada de basilisco expulsando rayos láser pudiese destruir el Universo. Pero resulta que el franquismo no fue un todo continuo y homogéneo sino que tuvo sus fases con diferentes gobiernos; y es obvio, de perogrullo, que una sola persona no puede concentrar tanto poder como para mover a todo un país a su capricho y voluntad y querer dictar las leyes que en su momento le vengan en gana. Pero la progresía en su retorcida aunque infantil imaginación ha creado un monstruo y con ello le concede mucho a Franco; porque, visto así, con tales poderes éste vendría a ser poco menos que un ser superior, aunque fuese malvado como el mismísimo demonio, e incluso haciendo de éste el corderito de Norit o la madre Teresa de Calcuta.
Con tales creencias el clero progresista ha decidido exhumar el cadáver del que en vida no fue vencido para antes del 25 de octubre, a fin de poder presumir de semejante hazaña durante la campaña. Eso sería así si la cosa no se complica y el Invicto imite una vez más al Cid Campeador y vuelva a vencer desde la tumba: porque ahora, precisamente, el premio de dicho cadáver sería permanecer en el nicho que, no precisamente por su voluntad sino por la del Rey Juan Carlos, ha permanecido durante casi 44 años.
Ahora bien, si Franco es finalmente exhumado hay una cuestión espinosa y problemática para la progresía. Y este problema, parafraseando el título de un libro que Santiago Carrillo publicó en 1965, sería el siguiente: Después de exhumar a Franco, ¿qué? Porque si por fin sus huesos van a parar allende el valle de Cuelgamuros, ¿qué excusa se inventarán para hablar del victorioso general de la Guerra Civil? Tal vez los problemas del retroantifranquismo se resuelvan con más retroantifranquismo, y una vez más, ya definitivamente enterrado, se siga hablando del archidemonio Franco y habrá barra libre para la Memoria Histórica, que es muy buen negocio tanto lucrativo como ideológico, aunque historiográficamente basuriento.
Daniel López. Doctor en Filosofía de visita en Lorca (Murcia)