En las últimas décadas, se vienen sucediendo con cierta frecuencia expresiones como las de «pueblos fantasma de España», «la España vacía», «la España deshabitada» o «la España terminal» asociadas a otras como «Teruel existe», «la otra Guadalajara» o «Soria ya» para referirse al fenómeno de la despoblación del solar hispano y del envejecimiento rural. El tándem despoblación y envejecimiento se presenta, así, como uno de los problemas más graves de nuestra nación y que más acuciantemente reclama soluciones integrales y programas de largo plazo. Y, más allá de los ecos del regeneracionismo y del noventayochismo, que se manifiestan todavía a través de una literatura de última hornada que semeja una caja de resonancia acaso ya periclitada, el problema de la merma demográfica y del envejecimiento de la España rural parece encadenarse también al despoblamiento de numerosas comarcas que salpicando la piel de toro se extiende como en manchas de aceite por toda la geografía nacional.
El despoblamiento rural español no solo ha transformado la fisonomía tradicional de numerosos núcleos de población sino que, unido al envejecimiento demográfico, supone una dinámica de corrupción de las diferentes capas de la sociedad política española de una forma acaso irreversible. Porque ya no solo es que afecte a las capas basales de la nación –a la economía agraria– sino que tiene importantes derivaciones conjuntivas al profundizar los desequilibrios demográficos entre unas regiones y otras –en un contexto de descentralización a través de comunidades autonómicas que rivalizan con la propia nación– y en la capa cortical al determinar la ocupación de ciertos espacios por nuevos pobladores que precisarán de muchas generaciones hasta disolverse –si es que esto ocurre– en el lago común de la nación política.
La basculación de la población española hacia la periferia –buscando ciertos enclaves urbanos capitales– y hacia el centro administrativo constituido por la capital de la nación, principalmente desde las provincias del interior, es un fenómeno, según algunos, observable ya desde finales del siglo XVIII, aunque bien es cierto que ha sido al acabar el siglo XIX cuando comienza a verse con toda claridad el inicio de lo que se ha dado en llamar por los especialistas (historiadores, geógrafos, sociólogos y economistas) el éxodo rural. Pero acaso la estocada final –según el relato estandarizado de aquellos científicos sociales– no tendría lugar sino a finales de la década de 1950 –sobre todo si tomamos como fecha significativa la del año del Plan de Estabilización de 1959–, momento en el que se inicia el proceso de industrialización que será conocido peyorativamente con el nombre de «desarrollismo» y que estaría a la base del vaciamiento masivo de los núcleos rurales, muchos de los cuales se encontrarían hoy completamente deshabitados si no abandonados. El éxodo rural de las décadas de 1960 y 1970 supuso que varios millones de españoles abandonaran los núcleos rurales para instalarse en las ciudades, que eran las puntas de lanza de la modernidad «desarrollista» que dio lugar a grandes aglomeraciones urbanas como Madrid y Barcelona, amén de otras metrópolis regionales.
La emigración afectó sobre todo a las cohortes de mujeres jóvenes que partían en busca de trabajo y mejores oportunidades sociales y educativas. Paralelamente, los núcleos rurales quedaron descompensados porque vieron descender los índices de fecundidad y, consiguientemente, de natalidad, a la vez que el peso de las cohortes viejas y adultas abocaba a los pueblos a un envejecimiento galopante que se evidenció irreversible. Así pues, las áreas rurales españolas, que hasta aproximadamente la década de 1960 albergaba el grueso de la población activa ocupada en el sector primario, fue decayendo hasta arrojar los insignificantes índices actuales. Esta situación de despoblamiento debida principalmente al éxodo rural y sus efectos en la pirámide de población continúa en la actualidad, pero ya no por los mismos motivos. En efecto, desde finales del siglo XX el despoblamiento rural español está ocasionado principalmente por una ínfima fecundidad y una mortalidad que ha hecho que en muchos pueblos de la España interior, pero también de las zonas montañosas de la periferia, desaparezcan los grupos etarios más bajos de las pirámides demográficas regionales. Según el Padrón de Habitantes de 2015 hay 393 municipios en los que no reside población joven –de donde se deduce que los grupos etarios menores de 15 años han desaparecido–, lo que supone un 4,85% con relación a los 8.100 municipios españoles. Pero tampoco hay que perder de vista que existen casi 700 municipios cuyos grupos de edad entre 0 y 14 años no suponen más el 2% de la población.
Es cierto que en los últimos años ha habido un retorno de la población a los pueblos, pero los núcleos más pequeños no se han visto beneficiados por este fenómeno debido, entre otras razones, a factores de tipo geográfico así como a la ausencia de servicios e infraestructuras. La realidad actual es que nos encontramos con núcleos, lugares e incluso comarcas en situación completamente desamparada: son pueblos enteros los que constituyen ruinas. Y son principalmente poblaciones localizadas en Castilla y León (Burgos, Soria), Castilla-La Mancha (Guadalajara), La Rioja y Aragón.
Por nuestra parte, no se trata de reactualizar una suerte del mito –oscurantista– de Las Hurdes ni de vindicar nostálgicamente la imagen de la aldea perdida o editar una alabanza de aldea versión siglo XXI, objetivos alejados de nuestro interés. Pero sí de reconocer que los recientes cambios tecnológicos, económicos y sobre todo geopolíticos que afectan a España han modificado profundamente las estructuras de las formas de vida, cuando no han vaciado totalmente los pueblos en cuanto lugares de habitación, afectando no sólo a las estructuras económicas, genéricas, sino también a numerosas instituciones muy difícilmente recuperables (casas tradicionales, usos agrarios y agrícolas, prácticas pecuarias, etc.). Y, por el momento, ni el gobierno de la nación ni las administraciones autonómicas han tomado cartas en el asunto con el arrojo que se espera de un problema nacional de gran calado para la eutaxia de la nación.
Desde DENAES, la constatación de tales procesos de transformación de las configuraciones agrarias, solidarias de numerosas instituciones inseparables de la vida rural, no puede ser vista sino como una suerte de aberración política, porque la desaparición, es decir, el abandono y el despoblamiento de nuestros campos, no puede entenderse de otra manera que constituyendo el tejido de nuestra capa basal pero con importantes determinaciones sobre las capas conjuntiva y cortical. Lo que los especialistas denominan ajuste estructural de la agricultura española asociado a la transformación de los espacios rurales como un proceso sin solución de continuidad iniciado ya en los años 60, será acaso interpretado desde los presupuestos de una ideología económico política cuya interpretación se realiza desde el mito de la globalización. Ahora bien tal ajuste estructural, consistente fundamentalmente en la reducción del número de explotaciones y el aumento de la Superficie Agraria Útil (SAU) así como el crecimiento de la dimensión física y económica de las explotaciones, no puede reducirse a la narrativa de un discurso progresista según el cual éste sería el único camino al que estaría abocado el agro español, toda vez que desde estos presupuestos se daría cuenta perfectamente de la ruptura de la asociación entre agricultura y sociedad rural –de ahí, la misma despoblación y el envejecimiento–. Todas estas cuestiones deben analizarse en una perspectiva geopolítica, manifestación de la lucha de los imperios realmente existentes de nuestro presente histórico. El hecho de que España forme parte del club de naciones de Europa al que denominamos Unión Europea, lejos de suponer una tabla de salvación de nuestro agro y de su hábitat habría que verlo acaso como una de las causas que coadyuvan a su transformación en beneficio de terceros: a su destrucción o, en todo caso, a su merma. La desaparición de los pueblos que integran o constituyen la nación española debe correlacionarse sin ninguna duda con una política agraria que ha abandonado nuestros campos y nuestros prados convirtiéndolos en eriales cuando no en solares. Una política agraria plegada a la PAC que ha comulgado de rodillas con el interés de otras naciones –acaso Alemania, Francia u Holanda– del club llamado Unión Europea. Muchas veces se ha presentado la integración europea como una suerte de paraguas bajo el cual se protegerá a los estados miembros pero esta «protección» no es gratuita en modo alguno. Sin duda, el desarrollismo franquista de las décadas de 1960 y 1970 comenzó este proceso de liquidación, pero poner el principio y el fin de la despoblación y el envejecimiento rural español en este periodo es olvidar que España entró en el club europeo en 1986 y que incluso el periodo desarrollista ya estaba llamado a preparar esta entrada en «Europa».