Intervención de Fernando García de Cortázar en la III Edición de los Premios «Españoles Ejemplares»
Te necesito a ti España, toda;
cuarzo gigante, macizo bosque o piedra;
cielo total de corazones
en pena.
Te necesito España
unánime y entera
como el clamor del viento
sobre la mar inmensa.
No España tuya o mía.
¡España nuestra!
Geografía íntegra, trasvasada en halago
de materna entereza.
Porque todos son hijos de tu carne y tu sangre,
sueños de tu vigilia, cuchillos de tu vela…
Victoriano Crémer escribía hacia finales del cuarenta, pero habría que esperar a los años setenta para que su verso y el de otros cobrara realidad, no como una idea o una filosofía, sino como un temple y una disposición del ánimo. La Constitución de 1978, que ahora se quiere torpedear, hizo carne la ilusión que cantaba el poeta y que bullía de naufragios en tantos y tantos españoles. España dejaba de ser sable y arena, se hacía geografía íntegra, trasvase de libertad y de voces: No España tuya o mía. ¡España nuestra!
La rebeldía contra lo que ordenaba el pasado, la pasión no por ser atornilladamente un lamento, sino por ser algo nuevo y algo mejor, recorrió el espíritu de aquella ley de leyes. Después de siglos de vagar de quijotesca en quijotesca empresa, la meditación realista se impuso a la utopía. Superando la retórica bullanguera de los españoles del siglo XIX, los de la Transición decidieron mirar el país desde las ilusiones comunes –libertad, igualdad, paz, democracia… — para dar entrada en la historia a la primera Constitución pactada y no impuesta por el grupo dominante: No España tuya o mía. ¡España nuestra!
Laten detrás de los artículos de la Constitución renuncias mutuas, tristes olvidos, historias y rostros a la deriva, pero por encima de todo ello sobresale la creación de un impulso moral colectivo, una expresión adecuada y plural de la realidad de España, un afán que con el tiempo se ha convertido en la legalidad de la vida diaria, en un aire habitual que se respira junto con el oxígeno, sin pensarlo, pero conscientes de que existe. Tristemente, la historia más reciente, la historia de la recuperación de una conciencia cívica basada en el ejercicio de la libertad, ha coincidido en España con la actividad terrorista. Ningún otro lugar de Europa ha compartido nuestra desgracia de contar, al mismo tiempo, con los actos criminales. Ningún otro lugar ha estado dispuesto, desde luego, a sumar a las acciones criminales la infamia de un discurso de justificación, que convierte a los asesinos en la encarnación de una Causa. En ningún otro lugar , la justificación del hecho criminal, del atentado se ha hecho argumentando el estado de excepción nacional en que se encuentra España, su etapa de provisionalidad constante, su existencia líquida, contingente, virtual, su carácter de mero acuerdo entre partes con un ligero parentesco histórico. Un acuerdo –y esto se ha repetido hasta la saciedad–, que es, además, tan poco satisfactorio como para dedicar un desproporcionado volumen de las energías políticas de los que hacen sus condenas del terrorismo «contextualizadas», a denunciar el simple hecho de vivir en la misma nación, de disponer del mismo marco político, de ser, en definitiva, españoles iguales en una nación de ciudadanos. Poco puede extrañarnos ese juego de condena «contextualizada», cuando por aquí y por allá se predica una atroz carencia de soberanía de la nación española o el carácter forzoso de nuestra coexistencia que precisa de un continuo estado de negociación entre lo que se consideran instituciones artificiales y los pueblos históricos.
Lo que se ha hecho en España es abrir, una y otra vez un debate nacional que, si no puede darse por cerrado mientras existan personas que impugnen la existencia de la nación española, quizás debería darse por zanjado por aquellos que tienen los medios y la obligación de protegerla y cuya legitimidad deriva directamente de ella. Lo paradójico es que el temor de los gobiernos de uno u otro color a herir susceptibilidades ha tenido un efecto contrario: alimentar la sensibilidad de un espacio que está ahora en condiciones de movilizar a muchas más personas y de disponer de muchos más recursos para expresar la insoportable levedad de nuestra convivencia y la intolerable realidad de nuestra existencia como nación.
Siempre he pensado que una débil nacionalización cívica, que la escasa densidad de creerse parte de cualquiera de las naciones de Europa, podría conducir a algo más que al terrorismo: llevaría, de inmediato, a una atmósfera de relativización nacional que acabaría por convertir el crimen en un asunto político, en un problema cuya responsabilidad pasa a caer en quienes gobiernan una nación mal definida. Se produciría un desplazamiento que alteraría el conjunto de la cultura política de un país, convirtiendo en un asunto central de sus preocupaciones lo que, hasta el tiempo en que flaqueó la conciencia nacional de sus gobernantes, de sus intelectuales, de sus educadores, habría sido una cuestión de minorías insatisfechas. Y lamentablemente en una época de exaltación de la pretendida memoria histórica, de continuas exigencias a Isabel la Católica de petición de perdón por descubrir América, al Papado por condenar las tesis de Galileo o algunos ciudadanos españoles por la guerra civil o el franquismo, ni Zapatero ha pedido perdón por actuar impulsado por su eslogan de que la nación española es un concepto discutido y discutible, ni él ni su gobierno lo han hecho por negociar con terroristas, haciendo a éstos y a sus muñidores defensores honorables de una Causa. Siempre conviene releer al clarividente Camus o al crítico del mundo del gulag y las purgas, Solzhenitsyn, cuya obra de titulo irónico Nosotros nunca cometemos errores se le podría regalar a Zapatero.
A nosotros, los amigos de la nación española no nos encontrarán defendiendo esa España tan inquietantemente mítica como la patria que han fabricado los criminales en sus sesiones de adoctrinamiento y consunción cerebral. Nuestra España no es la de la constante problematización de una identidad que se interroga sobre su carácter. España es algo más sencillo y más sabio: es una nación definida por un campo emocional que sólo se comprende en las garantías políticas de la pluralidad. Es una nación que ha renunciado a la extranjerización automática de quien se considera distinto a las ideas de uno u otro sector. Es una nación cuyo pasado no le propone, sino que le exige la integración como modo de vida en común. Esa convivencia no es una concesión a la oportunidad política de los tiempos, sino una convicción refrendada en el simple acto de vivir juntos, de elegir a nuestros gobernantes, de sentirnos parte de un país cuyo único factor de dramatismo es introducido por quienes no quieren reconocer que esa normalidad existe.
España no es sólo un Estado de Derecho porque así lo dice nuestra Constitución, sino porque ella es un gozne que separa dos etapas de nuestra historia. Nadie quiere regresar a una época anterior porque nadie quiere dejar de ser ciudadano. No nos encontrarán, sobre todo, saqueando nuestro pasado, confiscando los despojos de un tiempo apagado a nuestras espaldas, izando místicas que establezcan la pureza de la sangre o derramen la sangre que purifica. Quien quiera encontrar esa actitud que busque en los campos culturales de los asesinos, que vaya con ellos a los cementerios ideológicos de hace ciento cincuenta años, en busca de la pestilencia nacionalista donde la tierra y los muertos se enlazan en un proyecto trágico.
Nosotros vivimos en una fase de la historia que ha aprendido dolorosamente, que no se ha hecho más sabia con comodidad, sino con esfuerzo, que,todos los días, lleva esa edad cargada de experiencia a lo que Espriu llamaba la «difícil libertad», obligándonos a vivir respetuosamente, cuidando la dignidad ajena porque hemos aprendido que es el único modo de proteger la nuestra.
Que nadie crea que ese compromiso resulta fácil. Hemos escogido el camino más difícil, que es el de creer en la democracia. No es sencillo aceptar sus reglas, porque la tolerancia bien entendida no es un abandono, sino una aceptación de la diversidad, sin que la existencia de la libertad del otro suponga menoscabo de mis propias ideas, sino precisamente su afirmación en un campo de diálogo y de confrontación. Lo sencillo es escoger el silencio de los demás, lo fácil es cerrar la boca al disidente, lo cómodo es considerar que los demás no existen socialmente, sino que son meras comparsas de mi propia existencia sustancial.
Pero ¡cuántas veces hemos permitido que nuestra convicción democrática se tomara como ausencia de convicciones! ¡Hasta qué punto hemos sido reticentes a la hora de enorgullecernos de ser miembros de una nación libre e históricamente definida, cuando ha sido más fácil aceptar el brebaje transaccional de considerar que este país, España, «estaba por hacer»! Ninguna duda ha sobrevolado la proliferación de identidades colectivas salidas directamente de episodios burocráticos y pactos de elites locales. Ningún reproche se ha levantado contra la trampa bien urdida de que España no tiene la misma densidad nacional que cada una de sus comunidades integrantes.
Hemos creído, en un ejercicio de reiterada imitación, que la reivindicación de soberanías era equivalente a la democracia, en lugar de la vulneración de la soberanía del conjunto de los españoles y de cada uno de los españoles. Esa defensa lábil, quieta, apesadumbrada, de la realidad de España, ha sido fácilmente advertida como carencia de convicción por quienes son los adversarios del concepto mismo de nación de ciudadanos y despliegan tozudamente sus mitos de guardarropía. Nuestra España no es una suma de comunidades homogéneas que debaten su equivalencia y mantienen su uniformidad ideológica interior. Es una España escrita día a día por los actos de quien en ella viven. No somos juguetes de un destino, y ello nos hace hombres y mujeres libres. No somos resonancias exhaladas por la historia, sino continuadores conscientes de una sociedad en cuya existencia participamos, libres de dramatismos y de afirmaciones místicas, a salvo de amenazas de extinción y de los forcejeos entre libertad personal e identidad colectiva.
Con el regreso a la patria, la pequeña aldea donde el hidalgo Quijano leía novelas de caballería en busca de otras patrias, termina Cervantes su gran novela. Sancho exclama: «Abre los ojos, deseada patria, y mira que vuelve a ti Sancho Panza tu hijo, si no muy rico, muy bien azotado. Abre los brazos, y recibe también tu hijo Don Quijote, que si viene vencido de los brazos ajenos, viene vencedor de sí mismo; que según él me ha dicho, es el mayor vencimiento que desearse se puede…».
Don Quijote regresa de sus aventuras y muere con los ojos abiertos. Vencedor de sí mismo… En estas breves y claras palabras bulle toda la melancolía de aquella España a la que, a lo largo de la novela, se cita hasta cincuenta y nueve veces por su nombre en singular. La historia de España ha dado muchos don Quijotes, para desgracia de los seres de carne y hueso, olvidados en el magma inmenso de las grandes palabras, tan devaluadas por un exceso de sangre. Cuántos fracasos y desventuras se hubiera ahorrado España de no haber celebrado con tanta pasión a quienes se hacían pasar por sus caballeros andantes y convertían la carta geográfica de un país ancho y diverso en el plan estratégico de una batalla sin fin. Tan proclives a las grandes palabras, en los campos y ciudades de España se ha despreciado siempre al Don Quijote que regresa a su pequeña aldea, a su patria chica, en beneficio de aquel que sale al camino para transformar el mundo real en una novela de caballerías.
Mi mensaje en esta fiesta grande de la nación española es que celebremos no a los puramente soñadores, a los arquitectos de arena sino a los que regresan vencedores de sí mismos. A los hombres y mujeres que trabajan, como nuestros premiados, por España, a los que piensan que los únicos hombres firmes en sus deberes son los que no ceden en sus derechos. A los que nos prometemos no ceder nada en nuestros derechos a recibir íntegro nuestro legado cultural frente a quien considera más importante el color de una bandera, hecha de nacionalismo cultural y manipulación política que el color de la ciudadanía. A todos los que, con el poeta Eugenio de Nora, queremos decir